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Cultura | 19/07/2023

Oppenheimer y la tea de Abaroa

Oppenheimer y la tea de Abaroa

Brújula Digital 19|07|23|

Robert Brockmann

La ínclita ciudad de La Paz acaba de conmemorar el 214 aniversario de su revolución libertadora. Con tan digno motivo, un paceño, en un programa de radio, celebró “la tea de Abaroa” y todas esas cosas. Sirva esta digresión para introducir una especie de reseña de la película Oppenheimer, que se estrena este 20 de julio (mañana, mientras escribo estas líneas).

Cada tanto tiempo, Andes Films y el Multicine tienen la amabilidad de invitarnos, a mi esposa y a mí, a premieres de películas. Y Oppenheimer (se pronuncia Openjaimer) viene acompañada de tanto hype y bombos y platillos, que realmente quise ir. La cola iba hasta las gradas de otro piso. Ante semejante cola, me preguntaba asombrado qué tanto interés puede tener el paceño promedio en la biografía de un personaje tan lejano y ajeno. 

Claro, en estos tiempos de películas de superhéroes, el afiche de Oppenheimer resulta un tanto engañoso. Uno, al leer “El mundo cambia para siempre”, que muestra la silueta de un hombre de terno y sombrero de ala ante el fondo de una explosión de fuego, podría pensar que se trata de un personaje tipo “Doctor Strange” y el film, una especie de Sin City (Tarantino et al, 2005) o algo parecido.

Y no es pues, nada de eso. Es una biopic, un filme biográfico sobre el físico Robert Oppenheimer, el padre de la bomba atómica. Filmada en el mismo estilo de JFK de Oliver Stone (1991), con múltiples saltos temporales, unos a colores y otros en blanco y negro para subrayar los diferentes tiempos y escenarios, el director Christopher Nolan se regodea en su estilo de contarte una historia enredada y que tu cerebro se encargue de ponerle orden para entenderla.

Debo decir que a mí, que conozco bien esa historia, me encantó a pesar del enredo narrativo, que, así nomás es, es el estilo de Nolan. El mérito adicional del director es que te cuenta, aparte del biopic mencionado, dos películas más (faltaría más, con tres horas de duración): la historia del desarrollo de la física cuántica y su resultado, la bomba atómica (esa es una), y las consecuencias políticas de las simpatías comunistas del protagonista y su círculo social (esa es la otra).

El elenco es espectacular. Quién no está en esa película. Cillian Murphy, Robert Downey Jr. Florence Pugh, Emily Blunt, Matt Damon, Jack Quaid, Rami Malek, Gary Oldman y otros igual de buenos, aunque pasan fugaces como en carrusel. Y además filmada con cámaras de IMAX, se ven los poros de la piel de Emily Blunt a nivel molecular. Muchos primerísimos planos. ¿Están todos tan viejos, o es difícil ocultar ese grado de detalle?

Para disfrutar plenamente la primera película deberías saber algo sobre los físicos Bohr, Heisenberg, Fermi, Szlilard, Teller y el propio Einstein y cómo los nazis y otros regímenes fascistas, tontos de capirote, se encargaron de excluirlos de la ciencia europea y entregarlos a la ciencia estadounidense, porque la física cuántica era “ciencia judía”. Pues bien, la “ciencia judía” dejó a los nazis, tontos de capirote, afortunadamente, sin bomba atómica. La “primera película” termina con la explosión de la bomba atómica. No es espoiler si está en todos los libros de historia desde 1945.

Ahí también comienza el largo final de la “segunda película”. Durante la “primera”, la historia de la bomba alterna con las simpatías del bienintencionado Dr. Oppenheimer por el comunismo y sus muchas amistades y relaciones con comunistas (su amante, su esposa y muchos amigos y colegas), y cómo eso desemboca en una cacería de brujas en la época del macartismo. ¡Caray! De haber sido comunista me hubiera gustado ser comunista estadounidense en los 1940: con ranchos, caballos, empleos muy bien remunerados y grandes y acogedoras casas en los suburbios y la conciencia tranquila de los bienintencionados.

Para entender plenamente la “segunda película”, es recomendable conocer algo sobre el macartismo, los mecanismos estadounidenses de audiencias congresales, la existencia de comités y subcomisiones y un montón de chicanerías jurídicas para hacer caer en desgracia a un héroe nacional. Oppie es acusado de deslealtad y es llevado a una audiencia gubernamental, una especie de juicio simbólico. Esto ya es entrando en la tercera hora. A mí mismo ya se me hacía pesada y alguna gente iba saliendo a cuentagotas. No era Doctor Strange en Sin City después de todo.

El ritmo de Oppenheimer es apabullante. Nolan, pensando en el lapso de atención del humano actual, restringe sus escenas a unos muy pocos segundos y cada escena es un dato histórico que hay que almacenar en la cabeza y relacionar con otros, unos que están en la película y otros que el espectador, según Nolan, debería saber.

Esta película podría haber sido una estupenda miniserie con un mínimo de ampliación de cada escena. Por ejemplo, se alude varias veces a Potsdam, pero en ninguna parte se explica que se trata de la Conferencia de Potsdam, en las afueras de Berlín, donde se reunieron los vencedores de la Alemania nazi (Rosevelt, Churchill, Stalin) para delinear las fronteras de la nueva Europa.

La existencia de la bomba atómica debía servir como as bajo la manga para decirle al tío José (Stalin) que no hiciera muchas olas. Luego, aparece de presidente estadounidense Harry S. Truman (¡qué personaje extraordinario, en su brevedad, interpretado por Gary Oldman!), sin hacer alusión a que Roosevelt murió en el ínterin. Eso es algo que Nolan supone que el espectador simplemente debe saber. Y claro, nuestro espectador paceño cree que el de la tea era Abaroa.

La película es sobre un personaje tan brillante y tan complejo como la física cuántica. Es una muy buena historia. Además, llena de dilemas morales y reflexiones profundas sobre temas vitales. Pero se debe ir preparado para ver una lección maestra -y detallada- de historia contemporánea donde políticos, militares, físicos y abogados tienen sus propias ideas de cómo usar el nuevo poder atómico (y no una película de superhéroes) o atenerse a las consecuencias de entender solo una fracción de las tres largas horas.

Robert Brockmann es periodista y escritor.



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