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Cultura | 01/12/2023

Mario Vargas Llosa: “Sentí muchísimo haber revelado que el Escribidor era Raúl Salmón”

Mario Vargas Llosa: “Sentí muchísimo haber revelado que el Escribidor era Raúl Salmón”

Raul Peñaranda U., entrevista exclusiva publicada originalmente en Página Siete el 1 de febrero de 2014

Leí su novela breve Los cachorros emocionado y turbado; llevé al colegio Los Jefes, un cuento suyo, para leérsela a mis compañeros en la hora del recreo, quisieran o no. Después de terminar La tía Julia y el escribidor no podía dejar de hablar de las enredadas historias de Pedro Camacho, nuestro Raúl Salmón, y de los besos que le daba el novelista a su tía en la oscuridad del cine. Pantaleón y las visitadoras me fascinó por la originalidad de la historia, La Casa Verde, con todo lo complicada que es, me hizo pasar noches enteras en vela, cruzada como estaba mi mente por los personajes; De El pez en el agua recuerdo con admiración la sinceridad del autor al retratar los abusos de su padre, que le quitaban, temporalmente, lo admite él, la dignidad.  Y de Historia de un deicidio, su análisis de la obra de Gabriel García Márquez, me maravilló la forma casi delirante en que acopió, desmenuzó y ordenó los datos. Después de ese libro, ningún otro estudio sobre el novelista colombiano tiene sentido. En cuanto a sus ensayos políticos, pese a que muchas veces no estaba de acuerdo con su posición, valoré siempre su tozudez para enfrentarse a causas que parecían “perdidas”, como denunciar la “dictadura perfecta”, como calificaba al gobierno del PRI mexicano, para condenar las barrabasadas de Pinochet, pero también las de Castro, para gritarle al mundo que estaba de acuerdo con la legalización de las drogas (en momentos en que ese tema gozaba de escaso respaldo). Y más recientemente, por su entereza al enfrentar a la derecha peruana, que él llama “fascistona”. Dialogar con Mario Vargas Llosa durante 50 minutos fue un regalo invaluable. De no haber sido porque el Nobel tenía que tomar un avión yo hubiera intentado seguir conversando, durante días, con él. 

(NdE: las preguntas de temas no literarios de la entrevista de Raúl Peñaranda se publican en el cuerpo principal de esta edición).

Se dice de usted que es uno de los mejores escritores que ha dado la lengua castellana, nada menos, pero mantiene una modestia insospechada y los pies sobre la tierra. ¿Cómo lo logra?

Mira, realmente para medir con exactitud, con cierto rigor, la valía de un escritor, hay que tener una perspectiva que no se tiene nunca cuando el escritor está en vida, cuando está todavía en pleno proceso creativo. De eso yo soy muy consciente, lo que vale realmente mi obra se sabrá cuando yo no esté aquí y hayan pasado muchos años. Hay que ver si la obra pasa la prueba del tiempo, que es la definitiva. Entonces yo creo que envanecerse mucho por lo que puede ser un éxito, un reconocimiento contemporáneo, es un poco apresurado. A un escritor lo que realmente le importa es si su obra va a perdurar, si cuando no esté aquí su obra va a seguir viva, y eso solo se sabrá en el futuro.

Su respuesta confirma su modestia. ¿Cómo puede vivir con esa tranquilidad, con los pies sobre la tierra, sin envanecerse? ¿Cuál es su receta?

No hay ninguna receta; mira, mi manera de ser es esa y tampoco creo ser más virtuoso que otros escritores, menos vanidoso tal vez porque la vanidad en mi caso tiene que ver más con la obra que yo quisiera escribir que con reconocimientos momentáneos. Yo quisiera ser un buen escritor y, ojalá, un gran escritor.

¿Y usted cree que no lo es todavía?

Aunque todo mi esfuerzo va en esa dirección, yo no creo que haya manera de saber eso ahora, solo más tarde, como le digo, se sabrá si mi obra pasa la prueba del tiempo.

Hay escritores que fueron inmensamente populares en su tiempo y que luego no pasaron por esa prueba. A propósito, recuerdo una conferencia dada por un gran hispanista, a fines de los años 70, cuando yo daba clases en Cambridge, Inglaterra. El dio una conferencia que se llamaba “Los best-sellers en la época de Cervantes” y analizaba el éxito de escritores que han desaparecido totalmente, que nadie lee ya salvo algunos eruditos que los resucitan para hacer trabajos bibliográficos; esos fueron más leídos que Cervantes, y tuvieron más éxito que él. Y ahí tenemos la prueba de la vanidad, equivocada, de haber triunfado mientras se está en vida. Hay muchos factores para el éxito de una obra. Muchos son circunstanciales, están subordinados a un tiempo, a un espacio determinado, la prueba viene después, a ver si esa obra tiene la capacidad de dialogar con los lectores, con la misma vitalidad y autenticidad, y si va a seguir siendo estimulante cuando hayan pasado dos o tres generaciones después de la muerte de su autor. Creo que eso es realmente lo importante.

Y por otra parte tampoco creo que la gran satisfacción de un escritor se la den los éxitos, digamos, inmediatos, sino algo que es más intimo, más privado, la sensación de haberse acercado al objetivo que uno se fijó cuando producía una novela, un ensayo, una obra de teatro. Ese tipo de satisfacción íntima, que es algo muy, muy privado, es realmente el gran estímulo del escritor. Lo que busca el escritor cuando vuelve a intentar un proyecto literario es esa satisfacción.

¿Y usted cuando ha sentido esa satisfacción? ¿Con cuál de sus libros?

Bueno, escribiendo las obras que para mí fueron más difíciles de hacer, por ejemplo La guerra del fin del mundo; era la primera vez que yo escribía una novela que no estaba situada en Perú, que no era contemporánea y en la que los personajes, por otra parte, no hablaban mi lengua, sino portugués, y además, una variante bahiana del portugués; entonces para mí se presentaban unos desafíos enormes que no había tenido escribiendo ninguna de mis novelas anteriores. Creo que nunca he sentido tanta satisfacción como cuando finalmente lo terminé.

En varias de sus obras, pero especialmente en La Casa Verde, hay cambios de tiempo y de lugar, no es un relato cronológico. El hecho de entender cómo funciona el tiempo en una novela y la posibilidad de romper el relato cronológico es una influencia que usted le ha atribuido a Faulkner.

Sí, además de la idea de que la literatura es forma, que la literatura tiene que ver fundamentalmente con el lenguaje y con la organización del tiempo en la historia. Creo que yo aprendí eso leyendo a Faulkner. A mí me deslumbraron sus novelas, por supuesto, pero sobre todo la manera cómo esas novelas estaban escritas, cómo estaban contadas y entender la importancia fundamental de la forma para que la historia sea, digamos, convincente, o no lo sea.

Yo creo que Faulkner ha sido el escritor que ha tenido más influencia probablemente en la literatura de su tiempo. Porque García Márquez sin Faulkner, Onetti sin Faulkner,  Fuentes sin Faulkner yo creo que no son concebibles. A todos nos enseñó Faulkner recursos, técnicas, maneras de contar y también maneras de organizar las historias para darles mayor fuerza persuasiva.

¿Las palabras claves aquí son persuasión y verosimilitud?

Evidentemente. El lector es muy delicado, con un simple movimiento de incredulidad se desconecta y la novela muere. Nosotros queremos que crea, si el lector deja de creer, se acabó, la novela murió, entonces todas las técnicas van a procurar eludir esa incredulidad con la que el lector se defiende cuando algo lo aburre, cuando algo lo ofende, lo exaspera o lo irrita.

Pero a veces las exageraciones, cuando son evidentes, también pueden crear un ambiente de verosimilitud, y quizás estén relacionadas a otros aspectos, como la ironía.

Claro, depende de cuáles son las coordenadas que uno fija. Si uno fija esas coordenadas del mundo del que va a escribir como de exageraciones, de irrealidades, de fantasmas, y se mantiene ceñido a esas, como ocurre por ejemplo en la literatura fantástica, se mantiene la verosimilitud. En Cien años de soledad ocurren cosas increíbles, que pasan desde la primera frase del libro, y pese a ello todo se mantiene totalmente verosímil.

Por ejemplo, en su libro La tía Julia y el escribidor usted presenta a Pedro Camacho, personaje originado en el radialista y dramaturgo boliviano Raúl Salmón, con muchas de esas exageraciones.

Bueno, es un personaje que exagera, que todo quiere dramatizarlo llevándolo a un extremo de gran tensión, y entonces eso crea un mundo que es exagerado, cursi, melodramático, pero si la historia muestra coherencia de todos esos elementos, adquiere credibilidad. Yo pienso que si esa historia no tuviera el écran con que ese narrador está manteniendo la inverosimilitud atada a la tierra, ésta no sería creíble. Por eso busqué ese tipo de estructura para la historia.

A propósito, ¿usted supo alguna reacción de Raúl Salmón después de publicar la novela?

Sí, si la supe. Claro, yo escribí esa novela tantos años después de los sucesos que ni siquiera sabía qué había sido de Raúl Salmón, ni siquiera sabía si estaba vivo, y jamás me hubiera imaginado que era, nada menos, alcalde de La Paz cuando yo publiqué la novela. Yo cometí la equivocación, que no he vuelto a repetir nunca más, de contarle a un periodista argentino que la historia estaba inspirada en un autor de radioteatro que yo había conocido en Lima, y di su nombre… Y eso salió en Argentina, no sé cómo llegó a La Paz y entonces Raúl Salmón se indignó; por supuesto él no me recordaba, él no sabía que ese periodista jovencito que andaba por allí era yo. Cuando salió el libro él hizo unas declaraciones muy curiosas. Dijo: “yo conozco perfectamente a ese señor Vargas Llosa, y voy a escribir un libro de sus andanzas homosexuales en La Paz” (risas). Yo en los años en los que coincidimos en la radio lo buscaba mucho, porque a mí me fascinaba su imagen. Fue el primer escritor profesional que conocí en persona. Yo trabajaba en radio Panamericana de Lima y me iba a constantemente a radio Central, que estaba en el mismo edificio, y era donde él escribía todos los radioteatros y todos los dirigía y todos los protagonizaba, realmente era multifacético y muy divertido. Al poco tiempo fue a Lima en visita oficial como alcalde, yo estaba en París en ese tiempo pero estuve atento a lo que sucedía.

Y todas las preguntas que le hicieron eran sobre la novela…

Exactamente, todas las preguntas de los periodistas eran sobre La tía Julia y el escribidor y sobre los radioteatros y lo sentí mucho, muchísimo. Y nunca más he vuelto a cometer el error, porque además los modelos son solo eso; la novela estaba inspirada en ese personaje pero hay muchísimas cosas que no tienen nada que ver con el Raúl Salmón de carne y hueso.

¿Usted ha leído a autores bolivianos?

He leído, sí, pero no voy a opinar sobre eso porque va a parecer que estoy excluyendo a algunos. Pero desgraciadamente yo dejé de leer a autores bolivianos cuando Werner Guttentag murió. Era Werner quien me hacía llegar libros bolivianos con especiales indicaciones: “Lee esta novela, Mario, de Renato Prada Oropeza, tienes que hacerlo”, y cosas así. Con algunas excepciones, como la de Edmundo Paz Soldán, por ejemplo, que publica en una editorial internacional; entonces a él lo he leído y además, somos amigos.

Usted ha señalado varias veces el apoyo que recibió de su familia cuando era niño para que fuera escritor. Al respecto, usted cree que, con otro hogar, sin ese estímulo, ¿hubiera sido de todas maneras escritor? ¿Se puede imaginar esa situación?

No hay manera de saberlo. La vocación nace del ejercicio; si uno no lee lo suficiente me parece que no puede luego dedicarse a escritor. Y si uno nace y crece en una casa donde hay libros es mucho más factible que esa vocación se pueda desarrollar. Si usted vive totalmente desconectado de lo que es la literatura, de lo que es la lectura, es más difícil, no imposible, pero difícil dedicarse a ella.

Pero también en mi caso hubo otro factor, la relación tan difícil que tuve con mi padre, tan mala –cuando lo conocí era yo ya un chico de 11 años–. Muchas veces he pensado que si mi padre no hubiera sido tan hostil con mi vocación literaria, si él no hubiera visto con tanto horror el tener un hijo escritor, de repente yo no hubiera tenido la convicción suficientemente fuerte como para ser escritor en un mundo en el que era muy difícil serlo. Todo lo disuadía a uno de ser escritor. Como mi padre detestaba tanto que yo me dedicara a eso, pensaba que escribir poemas lo llevaba a uno a la bohemia, al caos, al fracaso vital, entonces mi vocación nació como una resistencia, como una manera muy indirecta pero al mismo tiempo muy constante de resistir esa autoridad, que a mí me deprimía, que me asustaba, que era aplastante. Entonces escribir y leer como lo hacía ya no era un juego de niño, como lo había sido cuando vivía con mis abuelos, con mi madre, sino que era una manera de defenderme de esa personalidad aplastante que era la autoridad paterna. Creo que en ese sentido mi padre contribuyó, sin quererlo, o más bien, queriendo exactamente lo contrario, a desarrollar mi carrera.

Entonces escribir era para usted una forma de resistencia, no de evadirse de la realidad.

No, no era para eludir la realidad, más bien de resistir esa autoridad que yo la sentía destructora. Yo creo que mi amor a la libertad también es algo que le debo a mi padre, por esa falta de libertad en la que yo crecí cuando me fui a vivir a su lado; prácticamente su autoridad se imponía en todo y era irresistible, esa autoridad no se podía, digamos, objetar, rechazar. Imaginate, me metió al colegio militar pensando que así se me iba a quitar el deseo de escribir, que el colegio militar me iba a anular esa vocación, y ocurrió al revés, me dio el tema de mi primera novela, La ciudad y los perros.

Sobre esos poemas que usted acaba de mencionar, ¿ha seguido usted escribiendo poesía en la edad adulta?

Solo secretamente. Yo creo que eso que dijo Borges es muy cierto, que en la poesía solo se admite la excelencia. Yo creo que la poesía es, en ese sentido, extremista. O se es buen poeta o se es mal poeta, no hay espacios intermedios. El término medio sí es posible en la novela, en el teatro, en el ensayo, pero en la poesía el que no es bueno, es malo. Y a veces muy malo. Pero el que es bueno, es muy bueno.

Así que por ahí están sus versos, dando vueltas, bajo el cuidado de su esposa Patricia...

No, no; están escondidos por ahí y los rompo, además.

¿Pero usted lee poesía?

Claro. Leo y disfruto de la poesía. Yo creo que todo prosista siempre, secretamente, envidia a los poetas, porque sabe que con los poetas se alcanza un tipo de perfección que es imposible alcanzar con la prosa.

¿Es como un nivel superior?

Sí, yo creo que con la poesía se alcanza un tipo de perfección que no se logra jamás con la novela. La novela es algo que expresa, entre otras cosas, las limitaciones humanas, que la perfección no está al alcance de los seres humanos. En cambio la poesía nos engaña, la poesía nos hace realmente pensar en los seres humanos como semidioses, seres de una gran pureza, coherencia y excelencia; ello no es verdad pero es una capacidad maravillosa que tiene la poesía de de expresar esas ideas.

Una pregunta ineludible es la de la recepción del Nobel. ¿Qué significa haberlo ganado y cómo ha cambiado su vida desde entonces? ¿Es como la ratificación de la calidad suya como escritor? ¿El mayor reconocimiento?

No me va a cambiar, yo he recibido el Nobel cuando tenía una manera de ser como escritor que no iba a transformarse. Pero obviamente el premio es un reconocimiento como escritor. Es una semana maravillosa en Estocolmo; durante la semana del Nobel uno vive una especie de cuento de hadas, la ceremonia es hermosa, los actos tienen un gran encanto. Ahora, después de esa semana viene un año que es una pesadilla, porque está lleno de obligaciones, visitas a universidades, mesas redondas, conferencias, viajes, todos los editores quieren que uno vaya a presentar libros, a promover nuevas ediciones, todas las ferias de libros quieren que uno asista; hay además una curiosidad de la prensa que es terrible, que es invasora. Yo tuve que luchar mucho por mantener algo de mi privacidad y de mi tiempo para leer y escribir.

RPU



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