Jorge Sanjinés (izq.), conversa con los dos protagonistas del filme.
Brújula Digital|24|03|24|
Mauricio Souza Crespo | Tres Tristes Críticos |
1. Quizá el décimo segundo largometraje de Jorge Sanjinés, Los viejos soldados, sea el mejor de sus relatos tardíos. Lo que tal excelencia relativa signifique para nosotros dependerá, claro, de lo que opinemos de las otras cintas de esta trilogía, formada además por Insurgentes de 2012 y Juana Azurduy de 2016. Por lo pronto, lo que tienen en común está a la vista: son ambiciosas reconstrucciones históricas de gran presupuesto (para Bolivia), con profusión de locaciones, extras, utilería y cambios de vestuario; a la vez, en todas ellas los guiones –que no cuestan dinero sino tiempo– son lo menos logrado.
2. Gonzalo –un blanco chuquisaqueño– y Sebastián –un comunario aymara– se conocen en las trincheras de la Guerra del Chaco. Ya amigos, y cuando les llega el momento, desertan juntos. Su amistad, alentada por las adversidades y miserias de la guerra, se interrumpe: al fin de un tortuoso escape del ‘infierno verde’ chaqueño se separan y, aunque intentan buscarse, no volverán a verse sino muchos años después. Cada cual hará su vida, lejos del otro, pero pensando en él, según destinos que la película narra con ímpetu esquemático: Gonzalo, el blanco desposeído, se casa con una maestra rural aymara y deviene comunario, en el campo; Sebastián, el aymara reclutado a la fuerza, se convierte primero en minero y luego en acomodado funcionario estatal, en la ciudad. O sea, gracias al Chaco, los dos dejan de ser lo que eran y cambian de piel (es decir, en Bolivia, de ropa): el señorito blanco se indianiza –adopta el poncho, el chullu y las abarcas– y, al revés, el indio aymara se cholifica –empieza a frecuentar el terno, las gafas Rayban y el Mercedes Benz.
3. Es uno de los artículos de la fe nacionalista el considerar que la tragedia del Chaco fue el punto de partida de la Bolivia contemporánea. “Con su absurdo carácter de duelo multitudinario entre soldados desnudos –escribía en 1965 un ensayista nacional-revolucionario– es el fenómeno a partir del cual comienzan la conciencia y la rebelión de las clases nacionales”. Antes había escrito: “La Guerra del Chaco significó un retorno de Bolivia a sí misma”. En Los viejos soldados, Sanjinés comparte el mismo credo, punto de partida de su relato: el Chaco es una experiencia que inicia un cambio en los destinos –de las gentes, del país– y pone en marcha los descubrimientos intersubjetivos y las transformaciones sociales de la segunda mitad del siglo XX.
4. No menos importante en el viejo credo nacionalista es la idea de que los destinos individuales son la expresión de los de la colectividad: aquí, en estas excolonias transfiguradas en neocolonias, lo que alguien puede o no puede hacer con su vida refleja lo que el país puede o no hacer con la suya. Es esa la certeza narrativa que recorre, de cabo a rabo, el cine de Sanjinés: la sobredeterminada suerte de sus personajes ilustra la de clases y culturas enteras en su accidentado camino hacia la autodeterminación. El maniqueísmo en estos relatos es por eso consecuencia y a la vez instrumento de las que se estima son necesarias o urgentes simplificaciones políticas: el de Sanjinés es un cine en el que se identifican y enfrentan –con mayor o menor simplicidad militante– buenos y malos, amigos y enemigos, indios y blancos, conscientes y alienados, colectivistas e individualistas, antirracistas y racistas (o, en términos espaciales, las plenitudes “socialistas” del campo a las degradaciones “capitalistas” de la ciudad). La suya, que es similar a la de otros antes que él (Arguedas, Tamayo, Reinaga), ha sido una comprensión más moralista que política o cultural de la sociedad andina. Detrás de sus especificidades temáticas y riquezas formales, el de Sanjinés ha sido nomás, desde el principio, un cine de buenos contra malos.
5. En Los viejos soldados coexisten dos películas: en una de ellas, se construye el melodrama de los que, “siendo muy diferentes” y contra las costumbres injustas del mundo que los rodea, se hacen amigos (para luego ser separados por el destino, a la manera de una road movie que arranca en plena guerra y de ahí, igual que el país, nunca para). En la otra película se expone, en digresiones explicativas que interrumpen la historia de los amigos –y como si la pantalla fuera una pizarra y la sala de cine un aula–, el sentido de lo que vemos y, sobre todo, de lo que nunca vemos. Curiosamente, es la primera de estas películas –relato arquetípico que acaso sea un mero pretexto para la divulgación de ideas y máximas– la que a ratos nos emociona y que seguimos hasta el final; en cambio, son esas pausas didácticas en las que alguien se manda discursos aclaratorios sobre esto o aquello las que irremediablemente nos mantienen a raya o nos pierden: se sabe que las ceremonias del paternalismo pedagógico agotan hasta al más paciente.
6. Entre la historia que Sanjinés cuenta en Los viejos soldados y las ideas que quiere comunicarnos a través de esa historia hay incluso una separación o disonancia formal. Mientras en la primera se siguen las pautas de un correcto relato clásico, en tomas que suelen preferir hacerse desde arriba (mirando hacia abajo) o rodeando a los personajes, en los repetidos episodios didácticos, en cambio, la cámara se planta al medio, a la espera de que los personajes aparezcan, al frente y alineados, en breves piezas teatrales de hora cívica en las que se declaman las ideas que deberíamos sacar del asunto.
7. Dos oficiales nos explican, según un conocido análisis sociológico, por qué para los paraguayos la guerra es un asunto de vida o muerte; otro se demora en demostrar, con las pachotadas de rigor, su racismo; una maestra nos recuerda –a nosotros, sus nuevos alumnos– que la guerra es “una guerra entre dos pueblos hermanos”; el dirigente obrero nos explica la situación política en un discurso en el que somos el público; alguien define lo que es un apthapi (“fascinante”, responde el protagonista, con cara de antropólogo pasmado); un “soldado de izquierda” identifica, en el discurso que le toca, los intereses que hay detrás de la guerra; otro se detiene en lo que le parece obvio: que las comunidades aymaras son “socialistas” (pues en ellas “no hay propiedad privada”); un anciano declara que en el Altiplano no es necesario cerrar con llave las casas: el aymara no conoce el robo (¿porque no puede haber robo donde no hay propiedad privada?). Etc., etc. Estas digresiones discursivas son como episodios de posesión divina o demoniaca en los que la película se queda absorta por unos minutos, encandilada por la entusiasta repetición de los lugares comunes –o idealizaciones ideológicas– que quiere transmitirnos. ¿Se busca que los espectadores ocupemos el lugar de pupilos fascinados por lo que dicen algunas figuras de autoridad?
8. Los viejos soldados es una entre varias –por lo menos cinco– películas bolivianas recientes sobre la Guerra del Chaco. Si es cierto que al Chaco fuimos a descubrir o darnos cuenta de algo –un amargo privilegio cognitivo que se confiere a las experiencias traumáticas–, también lo es que, en estas películas recientes sobre el Chaco, lo aprendido o adquirido no solo es diverso sino a veces incompatible, como si no hablaran de la misma guerra. Hay en ellas desde énfasis militar-patrioteros (que exaltan martirios o sacrificios inútiles) hasta la atmósfera de genéricos extravíos existenciales (pues, se cree, “todas las guerras son un absurdo”). En este diverso conjunto de regresos contemporáneos al Chaco, la décimo segunda película de Sanjinés es, otra vez comparativamente, la de mayor interés: sus ideas, aunque tradicionales, no son deleznables. Pero comparte con esas otras películas la misma desventaja: la voluntad de simplificar un hecho histórico que, al menos en buena parte de la literatura del Chaco (y sus más de 300 libros), nunca fue otra cosa que complejo, ambiguo y múltiple.
9. Que la claridad ideológica de una historia escolar de derechas patrioteras sea reemplazada por la claridad de una historia escolar de izquierdas indigenistas es una intervención política que tal vez tenga beneficios, pero no muchos. Si, como repetía el ensayista citado, “conocer es transformar”, es claro que el catecismo de esta nueva historia oficial no transforma mucho (y conoce aun menos). Los saludos a la bandera no dejan de serlo incluso si cambiamos de bandera.
10. La rutina de casi 20 años de “proceso de cambio” –años en los que mucho de lo que Sanjinés propone como epifanía ideológica se ha convertido en ideología educativa oficial– ¿afecta nuestra lectura de Los viejos soldados? El que vivamos hoy, según se ha dicho, otra coyuntura histórica, un momento de desazón posrevolucionaria sin que haya habido ni siquiera el beneficio de una revolución, ¿nos predispone contra lo que esta película dice o quiere decir?