Valverde Villena lee en estas páginas a seis autores –Lampedusa, Mutis, Saenz, Paz, Cabral de Melo Neto y Lispector– y lo hace desde diferentes puntos de partida.
Por: Mauricio Souza Crespo/ Tres Tristes Críticos
Los ensayos del libro Vetas literarias de Diego Valverde Villena tienen el aliento o el aire de algo familiar que habíamos olvidado. Son, quiero decir, ensayos que se leen como si fueran nuevos y antiguos a la vez. Su aire de antigüedad proviene quizá del hecho de que, según la definición de T.S. Eliot de las tareas de la crítica, las lecturas de Valverde Villena promueven no solo una manera de comprensión sino el entusiasmo por la literatura. Su novedad, en cambio, acaso radique en que los entusiasmos que propone son transmitidos –a diferencia de lo que ‘la postcrítica’ defiende en los años recientes del afán teórico (cf. Rita Felski, etc.)– sin ironía, de buena fe, despojados de las reticencias o cálculos del resentimiento o del cansancio críticos.
Valverde Villena lee en estas páginas a seis autores –Lampedusa, Mutis, Saenz, Paz, Cabral de Melo Neto y Lispector– y lo hace desde diferentes puntos de partida, aunque estos sean siempre singulares: una imagen, un poema extraviado, un emblema, una figura. En cada caso, sus lecturas son minuciosamente específicas, generosas en detalles contingentes y serendipias, esas alegrías del objeto encontrado. Al mismo tiempo, sus lecturas son la presentación de esos autores, la breve cartografía de sus libros, lo que en inglés se nombra con la palabra primer, aunque aquí en varios de sus sentidos: son primers por su concisa introducción a un dominio desconocido, porque son instrucciones primeras para orientarse en él, porque ofrecen algo sobre lo que luego, como sobre un lienzo en blanco, podemos proceder ya por cuenta propia y a nuestro arbitrio.
En el camino, Valverde Villena –que es un entusiasta inteligente y deliberado– sugiere una poética del lector. Estos ensayos nos hablan de autores y textos, pero también discurren subrepticiamente sobre la lectura, sobre lo que un ensayista entiende por el acto de leer y la figura del lector. Son tres, creo, las variaciones que de esta última se pueden deducir:
Primera versión: El lector como alegre proselitista de sus entusiasmos
Hoy abunda y está a la vista, en múltiples modos e intensidades, lo que el vocabulario de la Internet llama fándoms: los dominios de la afición. Esta última se manifiesta por lo general como la exhibición entre defensiva y eufórica de las inclinaciones y los consumos que, confían los fanáticos, definirán su lugar en el mundo. Nos identificamos con esto, aquello y lo otro, y al hacerlo, creemos haber encontrado una identidad.
Valverde Villena es sin duda un lector que lee desde la afición, como fan, los autores que lee, pero sus lecturas son más bien invitaciones a que compartamos esas devociones, son actos de un proselitismo amable, uno que se sabe tentativo y provisional. Al leer a Lampedusa y a Paz, a Mutis y a Saenz, a Lispector y a Cabral de Melo Neto, Valverde se hace responsable de sus devociones: quiere comunicarnos por qué vale la pena leerlos y compartir con nosotros su entusiasmo. De hecho, la palabra “compartir” acude con frecuencia a sus lecturas: como las comidas y los juegos, los libros se desrealizan, dice, si no son además actos de comunión.
Esta versión feliz de la lectura, que es close reading en el sentido de que no teme acercarse a los textos que lee, no compite y, es más, desecha sin decirlo dos formas de la crítica. En la primera de esas formas, el texto es el escenario de una intervención teórica, intervención a menudo infructífera porque suele –salvo las minoritarias excepciones del caso– confirmar ideas recibidas. Como los virus y no las bacterias, las ideas de una u otra doxa teórica (y según los vaivenes del mercado internacional de la teoría) necesitan de un cuerpo –el del texto– para sobrevivir y reproducirse. El texto leído es pretexto para usar un vocabulario que tiene los prestigios de la inteligencia, aunque solo a veces la inteligencia misma; y ese vocabulario repetido –klingon académico o shibboleths para tontos–, como en los predios de los diversos fándoms, solo sirve para reconocerse y reconocer a otros.
La otra versión de la crítica que los ensayos de Valverde Villena eluden, sin decirlo, es la de la ponderación periodística, entendida esta como un ejercicio algo autoritario de la educación del consumidor o del cálculo político, que exalta o condena aquello de lo que habla, que asigna valor y mérito, dizqué ‘para separar la paja del trigo’, en una elaboración permanente y ansiosa de tops tens, tops twenties, tops fifties de lo bueno y de lo malo. Sobre lo que no vale la pena hablar, sobre lo que no queremos hablar, es mejor guardar silencio, parece recomendar Valverde Villena.
Segunda versión:
El lector como biógrafo de libros y bibliotecario de lo que lee
Como antes Gabriel René-Moreno o Borges, Valverde comprueba en sus lecturas que leer y escribir sobre lo que se lee es, inevitablemente, el acto de imaginar o postular una o varias bibliotecas: la propia, la del autor que leemos, la que permite y traza el acto mismo de leer con cuidado.
Por eso, en sus ensayos, la de la biblioteca es una figura varia: es, por ejemplo, la del contorno o silueta de una biografía –la “biografía lectora”, la llama Valverde–, una historia de las experiencias de lectura que definen lo que somos; es además la imagen de un cierto deseo de comprensión del mundo, pues organizamos su proliferante variedad como organizamos una biblioteca, tratando de poner cada cosa en su mejor lugar; y es también la representación de las contingencias de la experiencia, que, como en una biblioteca, está hecha de hallazgos que no buscamos, de coincidencias y cercanías que están a la espera de su realización, de encuentros y desencuentros que nos cambian.
Las bibliotecas que imagina Valverde Villena para cada uno de los autores que lee en este libro y la biblioteca que su mismo libro edifica en el acto de su lectura se construyen desde las singularidades e idiosincrasias de una experiencia directa, solo mediada por la propia inclinación y sensibilidad. Esta es una de sus posibles versiones: nos cuenta, en el primer ensayo del libro, que Lampedusa proponía una clasificación de los escritores en tres categorías: grassi, magri, supermagri, los gruesos, los delgados y los súper delgados, traduce Valverde, aunque podríamos decir los grasos, los magros y los súper magros. Los primeros, como Shakespeare o Proust, son los que explican o despliegan lo que quieren decir; los segundos, como Jaimes Freyre o Rulfo, trabajan con alusiones; los terceros, como Mallarmé o Vallejo, parecen solo querer sugerir. Esta es, sin duda, una biblioteca personal.
Y esa biblioteca personal, como las que tenemos en casa o en la computadora o en el kindle, es proliferante, no deja de multiplicarse, expresión de lo que antes se conocía como temperamento pero también de aquello que René-Moreno llamaba el “consorcio de las circunstancias”. Cada autor es una biblioteca, una serie de relaciones de la que podemos hacer un inventario provisional y luego explorar. Valverde Villena, por ejemplo, revisa los epígrafes usados por los autores que lee para hacerse una primera idea de la biblioteca de sus lecturas. Luego, la explora.
Tercera versión: El lector como cartógrafo de dominios inventados
La tercera imagen del lector que estos ensayos proponen es la del explorador de territorios que, al ser explorados, adquieren definición y sustancia. Si descomponemos la imagen, hay en ella en principio un impulso cartográfico: leer, nos dice Valverde Villena, es establecer lo que hay en un territorio y conjeturar cercanías, límites y fronteras, distancias. Hay además en la figura del lector-cartógrafo una dimensión menos figurativa: Valverde Villena traza, en efecto, una conexión entre los autores leídos, representantes, dice, del dominio inventado por el lector, que crea así un “Imperio Literario”. Se rehúye aquí, otra vez con deliberación, la noción, popularizada hace un par de décadas por la ensayista Pascale Casanova, de una institucionalizada República de las Letras y se opta más bien por la del Imperio propio, acaso por el deseo de evitar la claustrofobia de las lecturas nacionales y sus insistencias en el deber-ser.
Esta imagen, la de un territorio a ser explorado por el lector y en el que los mejores autores son como buenos anfitriones, adquiere luego una densidad temporal: el presente y pasado perpetuos de la lectura entusiasta permiten que los espacios de la literatura sean modificados sin cesar, como querían Eliot y Borges: cada nueva lectura epifánica nos exige modificar el mapa de este Imperio. Y son esas mismas lecturas las que socavan o desrealizan los accidentes de un territorio y sus circunstancias: al leer, lo hacemos desde un lugar, pero al mismo tiempo puede que estemos en otros; habitamos un tiempo concreto, pero tal vez se nos otorgue la permanencia en otro; no perdemos ni las filiaciones ni los afectos que nos circunscriben, pero nos inventamos otros. Valverde Villena recuerda a Julio Cortázar, en la ciudad de Mendoza en 1944, caminando junto a zanjas de tierra, leyendo entusiasmado a Keats en la edición de Everyman. Esas son las geografías inventadas que propicia la lectura.
Mauricio Souza Crespo es ensayista, editor y crítico boliviano