Por: Fernando Molina
Toda historia policial tiene una estructura básica. Sucede un crimen o, a menudo, una serie de crímenes que, se supone, fueron cometidos por un mismo criminal. Aparecen los cuerpos, la investigación es encomendada a un policía, este sigue determinadas pistas. Se observa las escenas del crimen, se conoce la relación del investigador con otros miembros del departamento de policía, que a veces son normales y de cooperación, y otras veces tensas y disfuncionales. Suele ocurrir que el investigador tenga problemas con su jefe; también que establezca lazos afectivos o sexuales con sus compañeros de trabajo. En cuanto a la trama, lo habitual es que el asesino, si se trata de uno de tipo serial, vaya dejando pistas que atraigan la atención de los policías y que, al mismo tiempo que los guíen, los confundan acerca de su próxima actuación. Estas pistas son signos más o menos repetitivos: las mutilaciones de los cuerpos, el tipo de víctimas, la forma en que los cadáveres son depositados o desechados, o “tarjetas de presentación” como mensajes pintados con sangre, figuras artesanales, juguetes, restos de huesos, materiales de distinta índole.
Se parte de dos premisas: uno, el criminal es demasiado hábil como para ser identificado fácilmente, incluso es inatrapable, y, dos, en el fondo el criminal quiere que lo atrapen, ya que provee voluntariamente a los detectives información sobre sus motivos y, en última instancia, sobre su identidad. Por tanto, la interpretación que hagan estos de los signos dejados en las escenas del crimen, la lectura del sentido del crimen, equivale a la solución de este. Esta interpretación es uno de los ‘ganchos’ que halan al espectador para que continúe consumiendo la historia. Junto con otros dos mecanismos de intriga. Estos son, a veces, la identidad del asesino y, en otras ocasiones, la manera en que este será detenido. Sin embargo, en todos los casos el objetivo de los ‘buenos’ es la resolución del crimen y la neutralización del criminal, ya sea por su encierro o por su eliminación.
Cuando se presentan todas estas características, estamos ante otra versión del modelo clásico de policial.
Un ejemplo de empleo de esta estructura básica, con casi todos los elementos citados en su lugar, es el de la miniserie danesa “El caso Hartung”, que actualmente puede hallarse en Netflix. Los escandinavos son famosos por su literatura policial, llena de bellos paisajes boscosos y ámbitos sociales fríos e inquietantes. Y con detectives de carácter que al mismo tiempo viven vidas ordinarias. Esta tradición está bien reflejada en esta miniserie.
El caso al que hace referencia el título de la película es la desaparición de una niña, hija de la ministra de asuntos sociales de Dinamarca. La policía la dio por muerta cuando logró detener a un desequilibrado que confesó haberla matado. Tiempo después, cuando la ministra estaba superando su pérdida, se producen dos horrendos asesinatos de mujeres. En ambas escenas aparecen muñecos formados con castañas (hacerlos es una tradición infantil nórdica), por lo que el asesino es llamado “el hombre de las castañas” (que es el título original de la miniserie). Este detalle le da un toque escalofriante a la narración (ya se sabe que juntar niños y crímenes provoca siempre este efecto). Lo que sorprende a los investigadores es que dichos muñecos tengan las huellas dactilares de la niña del “caso Hartung”. Y entonces se preguntan qué es lo que esto puede significar...
Los investigadores son dos: una detective con problemas para criar apropiadamente a su hija y que por eso ha pedido su traslado de la sección de homicidios en la que labora, y un agente de Interpol castigado en Copenhague por su personalidad intensa y obsesiva. Al principio, este policía parece desinteresado de lo que sucede, pero pronto se engancha en la investigación y muestra su talento innato para indagar. Ambos investigadores hacen buenas migas y se lanzan a la cacería del hombre de las castañas a través de los tres o cuatro giros de la historia, que, como suelen decir los publicistas, logran poner al espectador al borde del asiento.
El policial concluye como debe, esto es, con la resolución del enigma. Hasta en eso se cumplen los requisitos antedichos. Una vez que eso pasa, si el espectador se pone a pensar en la trama una segunda vez, descubrirá muchos huecos, incongruencias e imposibilidades, como por otra parte no es raro que ocurra (lo raro es que haya una historia invulnerable). Pero usted seguramente preferirá ahorrarse este ejercicio y, en cambio, quedarse con la impresión de que la historia ha sido buena, porque durante el visionado así le habrá parecido.
Cierta buena voluntad para con los guionistas –que vaya un poco más allá de la “suspensión de la incredulidad” que se necesita de suyo para consumir cualquier historia– resulta imprescindible para entretenerse con este tipo de productos audiovisuales. Y sin duda uno se entretiene con ellos. Sirven para darle un final agradable a cada jornada (en este caso, además, la violencia no es extrema, como en otros títulos escandinavos) y para tener algo más de qué charlar durante las comidas familiares.
Fernando Molina es periodista, escritor y crítico de cine