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Cultura | 19/09/2021

Barry Lyndon otra vez

Rodrigo Ayala Bluske

Ha sido mérito de mi colega Mauricio Souza, el haber vuelto a poner de nuevo sobre el tapete una película “olvidada”: Barry Lyndon (1975), al haber afirmado en el artículo Diez películas para volver a ver, publicado hace unas semanas en esta misma página, que “ya en los hechos, la belleza pasmosa, pero menos fácil de editorializar, de Barry Lyndon la hace, para mí, su mejor película (de lejos) …”, refiriéndose a las obras de Stanley Kubrick. Es una idea que va contra la percepción general de los cinéfilos, que han idealizado títulos icónicos como 2001: Una Odisea del Espacio (¡968) o la Naranja Mecánica (1971). En mi caso, el de un “viejo” admirador del cineasta (literalmente pase mi adolescencia viendo sus películas), debo decir sin un ápice de oportunismo, que comparto enfáticamente el criterio de Souza, y que por tanto tomo esta anécdota como una oportunidad para volver a escribir sobre el director, y sobre esta película, específicamente.

Hay tres cualidades que distinguen a Kubrick. En primer lugar, su capacidad para desarrollar “universos estéticos propios”, es decir, el de haber podido generar productos que en su construcción responden en forma coherente a la idea inicialmente planteada, y que a partir de su pertinencia se convirtieron en referencias culturales de una temática y/o de una determinada época tales como Doctor Strangelove (1964), La Naranja Mecánica, 2001 o El Resplandor (1980), lo que en definitiva da prueba de un manejo narrativo magistral. Por supuesto que la capacidad del director también se ha medido en productos menos conocidos para el gran público tales como The Killing (1956), Lolita (1962) y especialmente Senderos de Gloria (1957).

Un segundo elemento, que a algunos podría parecer menor, pero que es clave para entender el enorme éxito comercial de sus películas, es su manejo del ritmo. Kubrick no fue un cineasta contemplativo, y en general sus películas así traten temáticas abstractas, (ejemplo 2001), o adapten obras literarias densas (Barry Lyndon en nuestro caso), saben tener un manejo que les permite llegar fácilmente al gran público. Quizás la excepción sea Ojos Bien Cerrados (1999), que a mi gusto se regodea demasiado con el ambiente decadentista londinense, y las idas y vueltas de Tom Cruise.

La tercera cualidad del director se encuentra en su fuerte tendencia lograr lo que podríamos denominar como una “condición épica” en sus películas; Kubrick generalmente quiere que sus obras sean “sublimes”, “grandes” en términos de relato, producción, trama, construcción de imágenes, significados, etc. y tiene tanto talento, que generalmente lo consigue (a diferencia de un Ridley Scott, por ejemplo, que solo lo logró en un par de cintas de una larga filmografía, y de varios otros que generalmente confunden cantidad de medios, con capacidad narrativa). De ahí que los trabajos del realizador nos tengan acostumbrados a los grandes espacios, las imágenes portentosas, los travelings impresionantes (y llamativos), etc.

La clave está en que el director generalmente no escatimó recursos creativos (y al parecer tampoco económicos) para obtener los resultados esperados, más allá de las condicionantes de la industria. Un buen ejemplo en este sentido es el que encontramos en La Chaqueta de Metal (1987), donde sin ningún problema dividió la trama en dos pedazos casi sin relación entre sí, a fin de plasmar la imagen de la guerra de Vietnam que tenía concebida.

Barry Lyndon, como dice Souza, apabulla por la “belleza pasmosa”, de sus imágenes, pero está claro que esta no tendría consistencia, si es que no fuera parte armónica de un relato magistral acerca de una época y de la personalidad que se desenvuelve en ella. La película nos cuenta la historia de un arribista irlandés – Redmond Barry/Barry Lyndon – (una suerte de “cholo” de la época, salvando las enormes distancias), que logra escalar hasta las altas cumbres de la aristocracia inglesa de la época. Un personaje y una situación universales. Wiliam Thackeray, el autor de la novela original, al parecer se obsesiono por este tipo de situaciones; en su novela más conocida “La Feria de las Vanidades”, toca la misma temática.

Barry, como todo personaje al que le toca encarnar una obra de esta envergadura, es contradictorio. Una de las grandes virtudes de la cinta es que logra en forma natural, mostrarnos las distintas facetas de su personalidad en las diversas etapas de su vida: ingenuo, sentimental, valiente, tramposo, libertino, cruel, maduro etc. En este caso se trata de un protagonista/antagonista que va cambiando a través de la vida, pero destruyendo a las personas que lo rodean.

A través del retrato de Barry, Kubrick muestra una época; la de la Inglaterra del barroco con sus fijaciones, costumbres, prejuicios, etc., y al hacerlo logra tener el vehículo ideal para construir las imágenes portentosas de la cinta, seguro acordes a sus propias aspiraciones como realizador (el constructor de películas “sublimes”).

En la concepción de Barry Lyndon, Kubrick, prueba una vez más que cualquier recurso narrativo es válido, si contribuye a plasmar la idea planteada. En este caso la voz en off es omnipotente (desdiciendo a críticos y cinéfilos amantes del uso de lugares comunes), y es clave tanto en el tono de la cinta, como en el armado de la trama.

Barry Lyndon es un clásico que vale la pena rever, o ver por primera vez según sea el caso. Y usted amable lector puede hacerlo recurriendo a la plataforma de HBO, o en su defecto a cualquier tienda especializada de películas, que sin duda no tendrá problema en conseguirla.

Rodrigo Ayala Bluske es crítico del cine y columnista 





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