Brújula Digital |07|02|21|
Fernando Molina / Tres Tristes Críticos
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Publicamos la reseña de un libro de reciente publicación en un espacio que normalmente está dedicado al cine. Es una licencia que nos tomamos por la pandemia.
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El adjetivo que se usa hoy es “gótico”. Se dice, por ejemplo, que los cuentos de “Tierra fresca de su tumba”, de Giovanna Rivero, son “góticos”. Es un término, por un lado, impreciso. Por el otro lado, tiene una justificación programática, cuya elucidación es importante para una crítica de este libro, publicado hace poco por la editorial El Cuervo.
Expliquemos ambos puntos de vista. Primero, ¿por qué impreciso? Se usa “gótico” para referirse a la literatura de horror. Pero esta ha sido, históricamente hablando, una superación de la literatura gótica. Esta última, boyante en el siglo XIX, se caracterizaba por la aparatosidad y el artificio: era la literatura del prolongado chirriar de puertas, de los personajes contrahechos, de ese decorado tétrico cuyo paradigma lo proveía un castillo enclavado en una montaña apartada (de ahí viene el nombre del género: era “gótico” porque se escenificaba en sitios tenebrosos como ruinas medievales).
El horror, en cambio, desde el siglo XX, trabaja miedos menos teatrales y, por eso, más realistas y potentes, aunque siga apelando a lo sobrenatural, la ciencia ficción, el crimen raro, etc. Al menos desde Poe se sabe que el peor –o mejor– miedo es el secretado por una mente estratégicamente estimulada por la aparición de pequeñas anomalías y, al final, expuesta a una noticia inesperada.
En ese sentido, los cuentos de “Tierra fresca de su tumba” pertenecen al género del horror. Son cuentos que, en la estela del cuentista estadounidense Raymond Carver, operan una transición de lo cotidiano (la vida de una menonita violada, el relato en una cena de un naufragio, las actividades manuales de una cruceña-japonesa retirada, etc.), que se hace progresivamente más inquietante y al final se funde en lo propiamente horroroso.
El problema con esta clasificación, digamos desnuda, es que remite la obra a una categoría tradicionalmente considerada “menor”: la literatura de género. (Pero ya no está de moda pensar así. La ficción de género ha sido el ámbito de trabajo de grandes escritores, como los ya citados Caver y Poe, entre muchos otros. El mejor libro de Henry James es un cuento de horror, “Otra vuelta de tuerca”, etc.).
Otro problema de la mencionada clasificación es que nos permitiría exigir que “Tierra fresca de su tumba” corresponda realmente con el susodicho género. Esto es, que estos cuentos realmente nos den miedo y nos perturben, como nos ocurre al leer, por ejemplo, los mejores títulos de Stephen King. Por suerte o desgracia (escoja el lector), eso no ocurre. Aunque trabajan con los componentes del horror, como la presencia cercana de lo siniestro, la deformidad moral y física, ciertas sensaciones agradables/desagradables como la que produce la textura de la leche materna, los cuentos de Rivero causan en nosotros un efecto estético antes que visceral, contemplativo antes que pulsional. Son cuentos que “pasan” por el género popular del horror –igual que podrían pasar por el policial o el thriller– apuntando siempre a pertenecer a la literatura “seria”.
Hace mucho que en todo el mundo está de moda esta operación. Y es esta operación la que se busca de representar con el adjetivo “gótico”, que así finalmente se justifica.
Por eso se ha dado ese fenómeno que de otra manera resultaría incomprensible: la crítica ha ponderado la prosa “lírica” de este libro, que es un libro de asesinatos, locura y venganza. Esta podría ser una sintética ilustración del posmodernismo literario en el que estamos inmersos. Un libro de horror se escribe de forma lírica; un libro de amor, de forma violenta y desgarradora. Este tipo de combinaciones son ahora las favoritas de los escritores y la industria editorial mundiales.
¿Cómo cumple Rivero el propósito “gótico”? Lo inmediatamente evidente en su obra es una prosa muy cuidada, muy trabajada, siempre atenta a la belleza y, al mismo tiempo, a la verosimilitud. (Quizá resulte extraño que me detenga en esto último, ya que debería darse por hecho, pero en la literatura nacional constituye un logro digno de ser señalado).
Su capacidad para hacer esta transición de la que hemos hablado entre lo cotidiano y lo terrible es más discutible. En algunos cuentos, como “Socorro” o “Hermano ciervo”, está mejor lograda, en otros, como “Pez, tortuga, buitre”, se da de manera algo abrupta o, mejor, inopinada, pero en el mal sentido, como si la autora sacara, sin que viniera a cuento, un conejo de la galera. O, mejor, como si estuviera citando (a Carver, por ejemplo, o a García Márquez). Algo (citar) que, si me dejan pensarlo un poco, también es muy propio de la literatura posmoderna vigente en nuestros días. Es decir, de la única literatura “seria” en boga, al menos si hablamos de Bolivia.
No puedo terminar esta reseña sin hacer una referencia más, dictada por mi interés por la sociología: el libro de Rivero está lleno de personajes que son bolivianos, por decirlo así, “a medias”. Medio bolivianos-medio extranjeros, como una menonita, una japonesa-boliviana de la colonia de Okinawa y bolivianos asentados hace mucho en Estados Unidos o Canadá. Esta es, por supuesto, la condición real de muchos miembros de la élite boliviana, inclusive de la propia autora. Resulta curioso anotar –y es importante hacerlo– el vasto impacto que está condición “expat”, que la emigración e inmigración bolivianas, ha producido en nuestra literatura. Pienso que ya es tan fuerte como el de la orientación extractiva de la economía del país (novela minera) y solo algo menos fuerte que el de la naturaleza india y chola de la mayoría de la población (novela indigenista, novela costumbrista).
Mi opinión final: “Tierra fresca de su tumba” constituye un título memorable dentro de esta ficción de in/emigración y posmoderna nacional.