Brújula Digital |14|11|20
Fernando Molina / Tres Tristes Críticos
Leszek Kolakowski divide la cultura humana en dos estratos. Uno de los estratos es el tecnológico; incluye el lenguaje y el pensamiento orientados a la comprensión y manipulación del mundo, que responden a la necesidad de la especie y del individuo de sobrevivir. El otro estrato es el mítico y cubre necesidades humanas muy distintas. La necesidad de darle un sentido integral a la citada actividad tecnológica, o de encontrar una finalidad a la vida, o de permanecer en el tiempo, es decir, fuera del tiempo; la necesidad de continuar los valores individuales y los de cada época más allá de la inevitable caducidad del mundo y de los cuerpos. Lo mítico busca la cancelación del tiempo; de ahí que “se herede” de generación en generación e, igual que puede transmitirse, también sea susceptible de sufrir cortes y olvidos.
Las “sociedades estáticas” procuraban subsumir el estrato tecnológico en el estrato mítico, dice Kolakowski. En las sociedades modernas, al revés, la primacía es tecnológica y se intenta interpretar científicamente los mitos. Por ejemplo, en Los mitos en el tiempo, Joseph Campbell indica con harta seguridad por qué en tumbas europeas de hace alrededor de 60.000 años se encontró huesos de osos mezclados con los restos de los neandertales. Se trataba, dice, de una “ofrenda sacrificial”. Pero, ¿lo sería?, ¿en qué sentido? Sabemos que estamos ante algunos de los primeros ritos religiosos de la historia, pero, por eso mismo, ¿podemos justificarlos de la misma manera en que explicamos por qué estos humanos cazaban osos?
Un gran mitólogo, Robert Graves, trata de entender los relatos griegos sobre los orígenes y los dioses como continuas representaciones fantasmagóricas de hechos sociales. En su obra, los centauros no son tales porque tengan cuerpo de caballo, sino porque lo posee el emblema de su tribu; la ambrosía o comida olímpica es un hongo alucinógeno que ingerían los oficiantes de los ritos mistéricos; los celos de Hera por las constantes infidelidades de Zeus son reminiscencias de la lucha patriarcal por imponer un dios masculino sobre la diosa primitiva y la resistencia de esta a ceder su poder, etc.
Para Kolakowski, estos intentos quitan al estrato mitológico –aquí ya podríamos decir “religioso”– las propiedades que le permitían satisfacer necesidades no tecnológicas (en este caso de la tecnología antropológica). Por tanto, constituyen un deterioro y una pérdida del aspecto mítico de la vida humana, que solo puede recuperarse con la filosofía, entendida como concepción de lo eterno e incondicionado, y con la fe.
Ya ha pasado mucho desde que los mitos se han convertido en objeto de la manipulación tecnológica. Cuando no estaba presente la curiosidad y la metodología científicas, han pasado a manos de artistas de diferentes calidades y se han convertido en unas historias con elementos narrativos y temáticos que, despojados de su envoltura religiosa, forman la base de la literatura y el arte occidentales. Historias fantásticas de personajes originales con profusión de desafíos, monstruos, maldiciones, magia y destino. Así, de lo mítico hemos pasado a lo mitológico.
En alguna ocasión escribí sobre lo mucho que la industria cultural le debe a la mitología. De manera indirecta, por ejemplo por su obsesión con los superhéroes. O de manera directa, por sus múltiples películas sobre la mitología griega (desde El vellocino de oro hasta Lucha de titanes, pasando por las varias versiones de la leyenda de Hércules, etc.) y las mitologías de otras proveniencias.
La serie noruega Ragnarok, que se puede apreciar en Netflix, trae la mitología nórdica a nuestros tiempos de la misma manera en que Neil Gaiman trabaja con la mitología griega en su novela Dioses americanos. Gaiman ama la mitología, así que también tiene un libro sobre Mitología nórdica. En él nos explica que “los mitos nórdicos son historias de un lugar frío con largas noches invernales e interminables días de verano, mitos de un pueblo que no confiaba del todo en sus dioses y ni siquiera los apreciaba demasiado, pero aun así los respetaba y temía”. También nos cuenta que el Ragnarok es “el crepúsculo de los dioses, el final de todo, el día que los dioses batallarán contra los gigantes de hielo y morirán”.
Un apocalipsis relativizado en la versión de Marvel, que lo convirtió en el tópico de una de las películas de la franquicia Thor. Este es el más valiente, el más fuerte y no necesariamente el más listo de los dioses de Asgard; hijo de Odín, hermano de Loki y defensor de los mortales. En la serie de la que hablamos, el Ragnarok consiste en una lucha entre un joven adolescente en el que se reencarna Thor y unos demonios millonarios que contaminan un valle…
¡Un momento! ¿El resurgimiento de la mitología nórdica combinado con ecologismo? ¿No tendremos, entonces, que asociar esta serie a la ideología de la extrema derecha escandinava, que combina justamente eso: paganismo con eco-fascismo?
Afortunadamente no. La serie y los extremistas abrevan de los mismos fenómenos culturales y políticos, pero la primera se distingue insistiendo en la diversidad racial y cultural, que está presente tanto en el lado de los malos como en el de los buenos.
Ragnarok es una historia para adolescentes en un ambiente natural y social atractivo. Y se hace más densa e interesante gracias a la introducción, en ella, de “tecnología mitológica”. Hasta ahora solo hay una temporada, lo que permite que el visionado sea sencillo, aunque al mismo tiempo, como es lógico, deja la historia necesariamente incompleta.