Brújula Digital |30|8|20|
Fernando
Molina, Tres Tristes Críticos
Este mes pudimos ver en el cable todas las películas de la franquicia X-Men, despachadas por orden de producción: primero las tres sobre los mutantes en edad adulta, luego las tres de Wolverine y, finalmente, las cuatro de la “nueva generación”; o según su orden narrativo, desde la irrupción de Charles Xavier (Profesor X), Erik Lehnsherr (Magneto) y otros mutantes en la crisis de los misiles de 1964, hasta la muerte del primero de ellos en nuestros días. (Obviamente, puesto que hablamos de muchas películas, la lógica de este último orden es dudosa).
Vista así, panorámicamente, esta serie de historias creadas en los cómics de Marvel revela lo que la hizo tan atractiva para millones de lectores y espectadores. Hablo del mismo “deseo de extrañeza” que motivó la conservación a través de los milenios de los libros de viaje (comenzando por La Odisea); o de la redacción de bestiarios de criaturas reales y exóticas, y también de otras imaginarias; o del atesoramiento de reliquias físicas, objetos de taxidermia y recuerdos fotográficos de hombres y mujeres extraños, “fenómenos”, “rarezas”, “frikis”, etc.
La curiosidad por lo extraño, por lo extraordinario, por lo diverso, es universal y perenne. Como nos dice Umberto Eco en Arte y belleza en la estética medieval, resulta más fuerte en las fases más genuinas y vitales de una cultura: Los griegos clásicos buscaron con gran ímpetu asombrarse, mientras que esta tendencia se hizo más débil –o más histérica, pues “todo ya se había visto”– en la etapa helenista. Algo de este efecto de atenuación –y el creciente histerismo– lo hemos comprobado nosotros, en pocos años, en el cine de superhéroes y, en general, en el que usa animación por computadora.
Siguiendo con Eco, tenemos que el cristianismo medieval retomó la actitud clásica y, aunque obsesionado con la unidad del mundo, admitió las formas disonantes y excéntricas de éste porque connotaban la infinitud del poder creativo de Dios. “Una misma realidad sobrenatural, como el Cristo y su divinidad, podrá tener múltiples y multiformes criaturas para significar su presencia en los lugares más diversos, en los cielos, en los montes, entre los campos, en la selva, en el mar: el cordero, la paloma, el pavo real, el carnero, el grifón, el gallo, el lince, la palma, el racimo de uvas. Polifonía del pensamiento”.
El aprecio, aún más, la exaltación de la naturaleza polifónica de la realidad es uno de los discursos ideológicos de X-Men. Forma parte del pensamiento convencionalmente liberal de Hollywood.
Una persona del siglo XIII o XIV, enfrentada a estos personajes contemporáneos dotados de poderes telequinéticos, flamígeros, hídricos, eólicos, telúricos y un largo etcétera, los hubiera considerado puestos a posta en la Creación para significar que el poder de Dios trasciende los otros imaginables. Un griego, en cambio, habría pensado directamente que eran dioses o titanes. Hay, en efecto, poca distancia entre la “Escuela X de niños con talentos especiales” y el Olimpo. En realidad, era justamente así como los griegos veían a sus dioses: como guerreros con poderes sobrehumanos, no necesariamente inmortales, o no todo el tiempo, tanto virtuosos como duales o perversos y proclives a ayudar a los humanos, pero solo cuando estos los trataban bien, cuando oraban e inmolaban en su homenaje.
X-Men, claro está, no toca explícitamente asuntos religiosos: es una serie “moderna”. Solo uno de sus personajes secundarios profesa abiertamente una creencia supernatural, el catolicismo. Esto no significa, no obstante, que la religión esté completamente ausente. O, mejor, que lo esté la fe. La de todos los protagonistas, buenos y malos, es la fe en la evolución.
¿Por qué debería sorprendernos? Estamos hablando de “ciencia ficción”. Se sabe que para hacerla se necesita creer que la ciencia se equipara con la divinidad. Que, además, cada acto de imaginación (Mystic, una chica que adopta la forma de otros) debe estar justificado con argumentos científicos (tiene ADN de camaleón). O, mejor, argumentos que parezcan científicos. Hace poco leí una columna de Rodrigo Fresán en la que se citaba al gran clásico de la ciencia ficción Philip K. Dick. La cita era esta:“La mala ciencia ficción predice, la buena ciencia ficción parece que predice”. No es posible creer que la evolución vaya a terminar generando seres capaces de tragarse granadas explotando; pero con una apoyatura bien elaborada… En cambio, si los creadores de X-Men se hubieran basado en predicciones realmente científicas, sus creaciones sería seres calvos adaptados al sedentarismo con más coordinación y con dedos más largos.
Así que retornemos a la buena ciencia ficción. La mecánica de X-Men gira en torno al eje de la evolución. No es extraño, entonces, que los villanos sean, si humanos, científicos locos que hacen experimentos para detener el curso natural de las cosas y, si mutantes, “darwinistas sociales”.
La teoría de la evolución fue comenzada a principios del siglo XIX por el francés Jean-Baptiste Lamarck; coronada en 1859, año de publicación de El origen de las especies, por el inglés Charles Darwin, y posteriormente divulgada, en escala mundial, por el alemán Ernst Haeckel (de su mano llegó a Bolivia).
Lamarck
pensaba que las variaciones de los individuos tenían perfiles directamente adaptativos; que las
especies se moldeaban generación tras generación hasta coincidir con los
requerimientos que les planteaba el medio; que la evolución iba de lo inferior
a lo superior, por lo que un organismo más complejo era también,
necesariamente, un organismo mejor adaptado. Darwin, en cambio, sostenía que
las variaciones se producían al azar, que sobrevivían las que mejor
correspondían con el entorno, mientras que las demás desaparecían, y que por
tanto no existía ninguna “orientación” evolutiva, como probaba el hecho de que
a veces la naturaleza rechazara las variaciones más complejas o a veces ciertas
especies bien adaptadas se extinguieran a causa de cambios en el ambiente.
A
diferencia de Lamark, Darwin pensaba que el “transformismo” de la naturaleza no
necesariamente poseía un sentido progresista. Para él la “selección del más
apto” resultaba de un conjunto muy complejo de causas, no solo de una mayor calidad intrínseca de los especímenes (o
las especies) seleccionadas. En cambio, para Lamarck la naturaleza tenía una
suerte de “intencionalidad” no consciente. Los rasgos más complejos se imponían
a los rasgos de menor complejidad. La evolución adquiría un sentido ascendente,
que premiaba lo superior.
Esta concepción pasó de Lamarck al pensador y escritor inglés Herbert Spencer, quien la observó no solo en el mundo natural, sino también en el social. Sin embargo, la proximidad que Spencer tuvo con su paisano y contemporáneo Darwin (quien al parecer tomó de él el concepto de “selección del más apto”) haría que su teoría fuera recibida con el nombre de “darwinismo social” y no de “spencerismo”, como debería haber sido.
Los darwinistas sociales consideran la historia como un proceso evolutivo similar al natural, en el que las fuerzas rectoras son también la “adaptación al medio”, la “lucha por la existencia” y el triunfo final de “los más aptos”. Los más aptos, claro está, son los que pertenecen a las “razas superiores”. El darwinismo social ha alimentado largamente el racismo. En nombre de él, entre nosotros, Gabriel René Moreno defendió la superioridad de los blancos sobre los indios y los cholos en Nicomedes Antelo (1880). Para Magneto, por otra parte, los más aptos, mejor adoptados y, por tanto, merecedores de la supervivencia y el dominio son los miembros de su “especie”, los mutantes.