Ahí está Ramiro Sansuste, con los ojos
irritados por no desprenderlos de su monitor durante más de tres horas y sin
haber encontrado algo que valiese la pena. Como se le ha hecho costumbre, ha
estado leyendo poesía y cuentos publicados en el internet, de la mayoría de los
cuales hoy abortó su lectura en las primeras líneas.
A eso de las once abrió las dos hojas de la puerta vidriera que comunica la sala con el balcón que sirve de corredor. Se desperezó con placer y acabó bostezando. Le gusta dejar pasar el sol y el aire de las mañanas y regalares, a sus vecinos, música africana mezclada con el aroma de sus cigarros negros. Encendió uno después de terminar otro, mientras organizaba su desorden y hacía espacio en la mesa de su comedor que también le sirve de escritorio. Por la tarde deberá entregar un balance contable a uno de sus clientes y las cifras, que quedaron descansando mientras él escudriñaba literatura en el internet, tendrán que ceder a las manipulaciones apuradas del aprendiz de contador.
Tras su mirada amable, y en medio de su huesuda humanidad, vive el alma de un maestro del fraude. Es falso su sello profesional, aunque algo de contabilidad ha estudiado. Su habilidad con la electrónica le fue suficiente para exhibir, en otro lugar, un falsificado título de ingeniero. Es mentira que sea soltero, porque en realidad está divorciado y es padre de varios hijos, pero solo a uno de ellos recibe eventualmente. Le cuenta historias fantásticas que lo mantienen maravillado hasta que lo despide con algunos centavos en sus bolsillos. Ni siquiera se podría asegurar que su nombre sea con el que comienza este relato; pero si algo es verdadero en él, es que no siendo capaz de escribir nada propio, sabe bien corregir lo ajeno.
Vive en el centro de la ciudad, en el último piso de un edificio rodeado de muchos otros. Tiene en alquiler un departamento pequeño, muy similar a los que debajo de ese sirven para oficinas. Allí llegan los que quieren pagar menos impuestos con resultados falsos de sus ejercicios económicos y, en estos últimos días, una mujer que cree que los poemas que le escucha decir los ha inspirado ella. ¿Quién diría? el inmenso poder seductor de la palabra en manos de un embustero.
Hace algunos meses leí un cuento mío en un libro que reunía a los ganadores de un concurso literario; no se mencionaba mi nombre porque iba firmado por él. Sin duda era más limpio y más ágil que el original. No me importó tanto que hasta entonces yo no hubiera logrado un honor similar, como que él había sabido mejorarlo. Desde esa vez he puesto mucho interés en su nombre. Lo mencionan con frecuencia los críticos literarios, que casi siempre halagan su versatilidad. He leído poesía y prosa que figura como suya en suplementos y revistas literarias, y debo reconocer que selecciona con mucho cuidado el material que plagia.
Sin que él lo supera me convertí en su cómplice y no pude denunciarlo a las autoridades, como hubiese sido lo correcto. De haberlo hecho mi conciencia estaría a salvo, pero luego mi corazón hubiera muerto de pena.
Me interesé lo suficiente en él como para llegar a saber que entre su vivienda y mi oficina hay distancia muy breve y una línea de vista sin obstáculos. Eventualmente lo observaba y lo veía durante horas frente a su computadora, también ordenando las facturas de sus clientes y a ratos leyendo algún libro con la espalda al sol en el corredor de ese departamento. No puedo decir que lo envidiaba; pero cuando veía que lo suyo era un enredo de caricias con cualquiera de sus amigas y lo mío era una pila de papeles por despachar, deseaba haber sido como él. Aplacé mi denuncia por fomentar su felicidad. ¡Vaya si lo hice!
Tal vez aún ahora evadiría mi responsabilidad con la sociedad y dejaría que cualquiera, menos yo, sea quien lo enfrente; pero la razón más fuerte de todas me obliga a actuar. ¿Qué puede ser mayor que el amor por la hija propia? Y justo es ella, ella que cuando pronuncia la palabra papá me parece que la dijera en su medio lenguaje de la primera infancia, a la que he visto que él abraza con más ternura. No es más mi niña, es una mujer, la suya.
Procuro no invadir más su privacidad, porque son varios días ya que él la espera sólo a ella. Irá hoy al final de la tarde y al entrar, como las anteriores veces, se fijará en mi oficina para no ser descubierta, entonces evitaré mirar en esa dirección. Él le invitará un café y luego leerán juntos cuentos y poesía, que seguramente le dirá que escribió para ella.
Lo que haré yo será mandarle de inmediato esta historia a su correo electrónico. Cumpliendo su rutina él revisará su correspondencia en cuanto se vaya el cliente del falso contador. Luego la leerá y podrá mejorar este texto también. Me ayudará a resolver qué final es mejor: el que la verdad se la diga yo o el que se la diga él.
Luis Antonio Serrano es comunicador social y comenta sobre cine. Escribe cuentos en sus ratos libres.