–¿Qué más debo hacer por vos hijo?
–Ayudame a salir de esto, viejo.
No hacía mucho que Enrique había llegado a su casa. Todavía sentía la nariz irritada y no sabía si aquella sensación de frío era a causa de la droga o de los vientos húmedos que encontraban miles de resquicios por donde invadir esa vivienda de un barrio obrero de Buenos Aires. El padre, maestro herrero de cincuenta años, miraba al piso esquivando los ojos lagrimosos de su hijo.
–¿Y la vieja?
–Está de turno, como todos los viernes.
–Qué bien
–¿“Bien” porque no querés que tu madre te vea así?
–¿Así... cómo?
–Así, como ya te ha visto tantas veces.
Enrique se quedó tiritando sobre un sillón raído. Su padre caminó hasta la cocina, levantó el termo y mientras llenaba de agua caliente su poro de hierba mate, escuchó con claridad que su hijo susurraba un “perdoname, viejo”.
–¿Decías algo?– lo desafió a expresarlo en voz alta.
–No, nada, nada papá.
–Estoy juntando el dinero para mandarte a rehabilitación, Enrique.
Sorbía ese líquido amargo mientras miraba a su hijo de dieciocho años. Hurgaba una vez más en su memoria queriendo dar con el momento en el que las cosas cambiaron. Buscaba su error para responder la única pregunta que no salía de sus pensamientos: ¿Por qué?
El silencio largo entre ambos se rompió de golpe cuando la puerta de la casa, cerrada pero sin seguro, fue abierta bruscamente por tres hombres con armas de fuego que los obligaron a arrojarse al piso. Cubrían sus caras con pasamontañas, pero era fácil notar que eran jóvenes. Gritos soeces y amedrentadores y los caños de sus armas frente a las caras de sus víctimas lograron lo que querían: tenerlos presas del miedo respirando el polvo del piso.
–¿Dónde carajo tenés el dinero?– y una patada golpeó el tórax del obrero. –¿Te olvidaste de hablar o te orinás de miedo pelotudo?– la patada fue ahora hacia la cara. –¡Sentí, maldito, esto no es un juguete y lo voy a usar!–– el asaltante puso el gatillo a la altura de la oreja del cerrajero, pero no sintió que esto lo atemorizara más. Apuntaba a uno y luego al otro y gritaba a sus cómplices que tiraban por los suelos todos los cajones. –Boludos de mierda no hay nada ¿Es que todo lo tengo que hacer yo?–.
Parecía que su mano no resistiría más la tentación de disparar. Sentía que hacía erupción en sus entrañas una bronca infernal. Miró el arma apuntó al padre de Enrique y por un instante de lucidez no le disparó, en cambio emprendió a patadas contra él, una, otra y cada vez más violentas, más destructoras, hasta que se escuchó un clamor, algo que más que una orden parecía una suplica ––¡Basta Tito!–. Pudo haber sido cualquiera, pero lo que le hizo regresar de su momentánea demencia fue la duda de si ese grito lo profirió Enrique o uno de sus secuaces. Para el hombre que había sufrido toda esa violencia no había duda al respecto.
–¡Aquí está el dinero, vámonos!– dijo uno.
–¿Cuánto es?– preguntó Tito.
–¡Es una miseria!
–¡Mierda, voy a partirle el culo al que nos ha hecho venir por esto!
Salieron abriéndose paso entre las cosas regadas por el piso, después se restableció el silencio.
–¿Estás bien, papá?
–Sólo estoy golpeado– y se puso de pie. Para doblegarlo se necesitaba igual fuerza que para malear el hierro.
–Vamos a llamar a la Policía, hijo.
–¿Crees que vas a conseguir algo?
–Yo voy. Creo que esta vez ellos nos pueden ayudar.
Ni bien salieron vieron aproximarse un carro patrullero que la vecina se había encargado de llamar.
–Deme sus datos personales y cuénteme lo sucedido.
Enrique miraba a su padre sin pronunciar palabra mientras éste relataba los hechos.
–Antes de que se vaya, quiero pedirle un favor oficial.
–Dígame.
–Quiero mostrarle a uno de los cómplices de este asalto...– y tomó de un brazo a su hijo. –Llévenselo.
–¡Pero viejo, estás loco!
–Me duele más que a vos, hijo, pero es por tu bien. Lo hago por vos.
Luis Antonio Serrano es comunicador social y comenta sobre cine. Escribe cuentos en su tiempo libre.
@brjula.digital.bo