Se iba la tarde y Zenobia caminaba apurada la
Potosí, cargando en la espalda a su Lidia de casi un año. Una niña de bajo
peso, lánguida y con fiebre, que tenía los párpados caídos y no sentía que el
sol la estaba mirando de frente.
A un par de cuadras y avanzando hacia ellas, Nelson arrastraba los pies sin intuir que estaba a punto de ver por primera vez a su hija. Algo diferente a su cotidiana mediocridad interrumpiría su vida.
Cuando las tuvo cerca y se sintió descubierto no supo si evadirse de ellas o enfrentarlas. Pero ese momento fue breve, porque la luz que iluminaba el rostro de la pequeña Lidia encandilaba también a su madre y ésta no era capaz de reconocer las siluetas que pasaban a su lado. Seguramente que pudiendo hacerlo, ni sus ojos ni su alma, cansados de llorar, se lo hubieran permitido. Por eso él las pudo mirar y hasta se detuvo a observarlas pasar, como si alguien pudiese ver caminar por su lado una parte de su propia vida.
Un rato antes Zenobia había estado con su hija en el hospital Materno Infantil. Allí le dijeron que lo de la niña no era un simple resfrío, como pensaba, que no había sabido cuidarla y que no permitiera que se volviera a enfriar de nuevo si no quería que sus diminutos bronquios se inflamaran otra vez.
Como ya casi eran las cinco de la tarde y anochecería pronto, ella envolvió en un awayo a su wawa y se apuró en tomar un minibús con la esperanza de llegar a El Alto antes que hiciera más frío. Ni bien pasó de Miraflores al centro de la cuidad, una interminable marcha de comerciantes minoristas la obligó a dejar ese vehículo para tomar la calle Potosí y caminar en dirección a la plaza Pérez Velasco. Allí buscaría otro transporte que la acerque a su casa.
Un tiempo atrás, una mañana, los obreros de una construcción se pasaron a gritos el nombre de Nelson, hasta que éste se enteró que alguien lo buscaba en la puerta. Era un hombre de mediana edad, que prefirió identificarse diciendo quién era su ahijada y qué estaba pasando con ella. Hablaron muy poco rato y se despidieron amablemente. Luego, cuando el obrero volvió a batir estuco para el revoque de las paredes, su actitud chacotera de siempre había cambiado. El albañil con el que trabajaba le preguntó burlón si había embarazado a alguna cholita y él respondió “ojalá que no”.
Llegó el sábado de esa semana, Nelson cobró su salario y salió de la construcción sin decir que no regresaría el lunes. Huyó dentro de la misma ciudad y logró lo que quería: que nadie volviera a decirle que Zenobia dejó que pasara el tiempo en el que podía haber interrumpido un embarazo inesperado porque creyó que el padre de la futura wawa la buscaría. Huir de él mismo no fue tan fácil; muchos malos eventos le hicieron pensar que las lágrimas de una mujer estaban salando su camino.
Cuando pasaron por su lado, la tarde del encuentro fortuito, sintió que entró a la oscuridad de su culpa, como un hilo de luz, una forma incomprensible de afecto. Las siguió sin poder resolver si lo que debía hacer era lo que realmente quería hacer. Las vio subir a un bus y detrás de ellas a un grupo de imillas walaichas que no habían tenido colegio. Contó las monedas que tenía y obtuvo el mejor pretexto para no montarse él también en ese ómnibus, no le alcanzaría la plata para llegar después a su casa.
Madre e hija pasaron por algo así como una moledora humana, hasta que un joven les cedió un asiento y la movilidad comenzó a ascender por la Montes y la Autopista. Se fueron escuchando las cumbias de la radio y las cómicas fantasías de las escolinas, a las que Zenobia las observaba con disimulo, soñando que su pequeña Lidia pronto llegue a ser como ellas.
Desde ese día, Nelson las tenía presentes en sus sueños más traicioneros y en sus borracheras lloraba llamándolas. Pero no las buscó pronto, a pesar de que el rumbo que tomaron ese día le revelaba que vivían donde el padrino de Zenobia. Allí donde sus padres la habían dejado unos años antes, para que tenga mejor suerte que la de ellos en el campo. Allí donde, según ella le contó, no le gustaba vivir.
Pasó algún tiempo y una tarde se presentó completamente ebrio en esa casa, dispuesto a pedir perdón. Pero cuando vio a Zenobia acercarse a la puerta, moviéndose con dificultad por lo avanzado de un nuevo embarazo, se le olvidó todo y creyó que los perdones debían estar en boca de ella y los castigos en sus manos. La insultó y le pegó. Ni los gritos de auxilio de la mujer, ni el llanto inconsolable de su hija, ya de año y medio, lo aplacaron.
Cuando se fue, más triste y más borracho, de lo que se sentía al llegar; ellas se quedaron abrazándose y llorando como lo hacían siempre que las pegaba el padrino.
Luis Antonio Serrano es comunicador social y comenta sobre cine. En su tiempo libre escribe cuentos.