“Quisiera bailar este tango con ella,
abrazarla y susurrarle la letra al oído”. El sonido de una orquesta que
interpreta un tango lo motiva a pensar así. Sube un poco el volumen a la radio
de su auto, allí donde no siente frío. Afuera sopla el viento invernal, los
árboles han quedado estremecidos y la gente guarda las manos en los bolsillos
de sus abrigos. Todos y todo se han encogido un poco.
El auto avanza solitario por una avenida de adoquines que reflejan el sol, en tanto él disfruta de ir despacio queriendo prolongar el placer de escuchar la radio a media tarde del sábado, con la calma que envuelve su entorno. Siente el mismo placer triste de otras veces por estas tardes de junio, cuando las sombras crecen muy temprano y los colores brillan menos que en verano.
Está llegando al edificio donde vive y busca con una mano las llaves en el asiento de su lado, sobre el tapiz de cuero y entre unos libros que han perdido el orden en el que los puso al salir del supermercado. Estaciona, está por bajar, pero lo retiene una canción que ha escuchado pocas veces: es la versión de El Choclo que hace una orquesta de jazz y que le gusta, aunque no tenga el sonido típico del tango. Termina la canción, recoge sus libros y cierra las puertas de su Peugeot del año 65. Le da una mirada semejante a una caricia y lo deja ahí, en su parqueo cubierto, en el mismo lugar donde ha pasado la mayor parte de su vida; sin recorrer calles y avenidas tanto como otros coches, sin perder el color original de su chapa, lejos de las manos maliciosas que quisieran quitarle la tapa de una de sus llantas y protegido del sol capaz de rajar tableros o de consumir el olor a cuero de sus asientos. Allí se quedó el auto que eligieron juntos dos años después de comprar un departamento con financiamiento bancario. Pensaron entonces que todos esos años de crédito serían solo una parte del tiempo que ellos vivirían allí, y así ocurrió.
El departamento era uno de muchos, en un condominio de bloques de viviendas para gente de clase media. De dos dormitorios y una sala amplia con ventanas sobre el parque del complejo de edificios. Lo amoblaron y decoraron juntos, pero la identidad que había cobrado el lugar era de ella. Siempre en sus lugares tres fotos de su boda, de mayor tamaño que las comunes y en marcos de madera. Dos sobre las mesas pequeñas del living y la otra rodeada de adornos sobre una de las repisas del aparador. No tuvieron hijos y por eso no hubo más fotos familiares que esas. Cortinas de color entero interrumpían la monotonía de paredes decoradas sólo con un empapelado de sobrio diseño y alguna pintura original de formato muy chico. Sus muebles habían sido encargados, aun antes de casarse, a un carpintero conocido por la calidad de su trabajo y después de tantos años se confirmaba la garantía de por vida que les prometió al entregárselos. A fuerza de los cuidados de ella, las sillas del comedor conservaban el mismo tapiz que tuvieron desde un principio, igual que los sillones de la sala, forrados con la misma tela.
Dejó los libros en el escritorio y mientras caminaba por el departamento la buscó con la mirada. No era necesario pronunciar su nombre, sabía cómo llamarla a su lado. Levantó la tapa del viejo tocadiscos Panasonic, sacó un disco de vinilo, uno con el que ella siempre se sintió motivada a bailar, lo colocó en el plato y accionó la clavija que ordenó a la aguja descender suavemente sobre los surcos llenos de música. Se oyó entonces el primer tango que, lo sabía perfectamente, le daría tiempo para sacar de la alacena un vaso y servirse un poco de whisky. Se sentó en un sillón semicircular y bebió algunos sorbos. El tango se acercaba a su final y lograba una intensidad que él sentía vibrar en su alma. Sus emociones confluían haciendo un nudo que él tenía la necesidad de desatar bailando.
Se pone de pie y hace un gesto delicado con la cabeza, no es una orden es una súplica a la que ella jamás podría negarse. Su brazo izquierdo, suspendido casi a la altura del hombro está apenas flexionado para recibir el brazo de ella, su mano derecha está dispuesta a abrazarla sin que sienta ninguna presión, quiere crear un espacio íntimo en el que ambos disfruten de su amor bailando. Inclina un poco la cabeza de modo que su sien y la de ella pudieran encontrarse.
La música acaba de empezar y él motiva un pequeño balanceo, decide arrancar con el pie izquierdo que avanza un paso hacia delante, su pie derecho permanece, pero hace un leve movimiento para que se mueva nuevamente el izquierdo que gira dibujando un ángulo recto, ahora va el derecho adelante y cruza al otro pie, esta vez el izquierdo marca el ritmo en su propio lugar, retrocede el pie derecho y ambos están juntos como al principio.
Él sabe que en el tango conduce el hombre y lo hace con sus actitudes. Uno tras otro surgen los pasos que aprendieron juntos: el orillero, la medialuna, el sincopado y tantos otros que ni tienen nombre. Se mueve ágil siguiendo la música del piano y el bandoneón. Cuando camina desliza sus pies, cuando dibuja un círculo lo hace con el extremo interno de un pie mientras se apoya en el otro, cuando gira y la busca parece una fiera queriendo envolver a su pareja en un rito de amor.
Ha terminado la última canción de esa cara del disco, éste ha dejado de girar y el brazo con la aguja han regresado a su lugar. Él ha vuelto al sillón semicircular, al lado está el vaso de whisky, bebe lo que queda en él. Piensa en ella y en silencio le pide que siga estando en casa. “Te amo”, dice calladamente y desde algún lugar escucha: “Yo también”.
Luis Antonio Serrano es comunicador social y comenta sobre cine. Escribe cuentos en su tiempo libre.