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Cultura | 25/05/2020   16:39

Cuento de Luis Antonio Serrano: Amor futbolero

–¿Qué pasa pues?, ya va a empezar el partido– me dijo el arquero en cuanto me vio llegar a la cancha.

–Esperá que me cambie y calentamos un poco.

No sé qué hacía –allí, estaba cansado, con sueño y un poco borracho todavía. De no ser porque mi padre me despertó poniendo los cachos de fútbol sobre mi almohada, hubiera seguido durmiendo la mona.

–¡Tienes una cara, viejo!

–Es que anoche me he maltratado, man.

–¿Qué has hecho?

–El Jorge, ¿te ubicas?, el cuate que baila salsa.

–Claro, el ex de la Paulita.

–Ese mismo, es buen tipo. Nos hemos hecho re-cuates. Y como yo estoy medio jodido por lo de la Claudia, me ha invitado unas chelas. Después yo he comprado unita de ron y él, como es de buena onda, me ha llevado a su casa y ahí nos hemos chupado hasta el agua de los floreros.

–Me imagino, el Jorge es macho para los gotras. ¿Hasta qué hora le han puesto?

–Ni idea, man, pero no he debido dormir más de tres horas. Estoy hecho mierda, no sé cómo jugaré.

–Tranqui nomás, estos tipos no juegan un carajo, son medio vetecos.

El azul marino de nuestras poleras, de las medias y del pantalón corto fue idea de la Claudia. Ella iba siempre conmigo a la cancha. Veía el juego como si se tratara de un partido profesional y gritaba como una directora técnica: “¡Rematá!”, “¡bajá!”, “¡marcá!”. Cuando yo fallaba, no dejaba pasar la oportunidad para gritarme bien fuerte: “¡Tan sonso!”, entonces yo la miraba y le mandaba un beso volado.

–Como estás cansado, quedate atrás mejor–, me dijo el Carlos, que era nuestro capitán. –No te separes del 8 y subes un poco para ayudarnos a recuperar balones.

–De acuerdo, pero no me dejen solo.

¡Ay mi padre! Jugó hasta que el médico lo amenazó con que si seguía iba a tener que operarlo de las dos rodillas y ahora cree que yo no me tengo que perder ni un solo partido, aunque salga de la casa medio mamado. Es un tipazo, pero a veces me cansa. Igual es mi mejor amigo. Fue el primero al que le conté lo de la Claudia y mi jefa. “Eres un boludo”, me dijo. “¡Eso no se hace!”.

–¡Jugá pues, pelotudo!

–¡Andá a cagar, marcá! 

–¡Mierda, nos la metieron por tu culpa, huevón!

–Si nadie baja ¿qué voy a hacer solo?

No habían pasado ni cinco minutos y esos veteranos de la Guerra del Chaco ya nos habían enchufado un gol y si yo no terminaba de despertar iba a venir otro. Ojalá me hubieran mandado a descansar, pero éramos los once exactos, no tenía opción.

–¡Bien! Esas hay que despejarlas donde sea. Atento, ya van a sacar.

–Quedate con el 10, yo estoy con el 8.

El cielo que no tenía una pinche nube, como si así nomás tuviera que ser una mañana de sábado, y el sol que se reía a carcajadas de mi suerte, como mis cuates cuando les conté lo de mi jefa en el banco. ¡Qué mujercita más ardiente! Pero la culpable de todo fue la fea de la Jovana, ¿para qué me habré metido con esa ñata?

–Estamos bien, tú seguí atrás, pero no te dejes ganar la espalda.

–Alguien que suba a ayudarlo al Nacho.

–Yo lo voy a apoyar. Tú ten cuidado con ese cabrón, se va directo a la falta, es medio leñadorcito. No le hagas gambeta, no arriesgues la pierna, despejá nomás.

La cosa fue que en una farra del banco me entusiasmé con una de las cajeras, la tal Jovana, fea como ella sola, pero de lindas pechugas. La sonsa ha debido alardear delante de mi jefa y ésta, más rápido que de prisa, me largó los perros.

–Es córner para nosotros, subí a cabecear.

El sol me daba en los ojos, igual logré ver la pelota, el Juanqui la mandó como con la mano, ideal para hacer una media palomita y acomodársela al arquero.

–¡Golazo, carajo, eres un pendejo!

–Y eso que me he torcido como un demonio.

–Si no chupabas, tampoco te hubieras animado a volar así.

–Eres un envidioso, pelotudo.

La jefa estaba linda, pero hacerlo con mujer casada da mala suerte a los dos, lo que no le importaba tanto, porque igual me llamó un día a su escritorio y cruzó las piernas de modo de no dejarme duda de que su calzón era un hilo dental. ¿Por qué conmigo? Si yo andaba en serio con la Claudia.

–¡Árbitro, eso es falta!

–¡Juegue no perjudique!

–¡Cobre, pues, no sea ciego!

–¿Te quieres hacer expulsar, chango?

Me llamó varias veces a su oficina y yo, estúpido, no le hice caso a mi viejo en eso de “no cagues donde comes”. Una noche me llevó a mi casa en su bruto Audi, la siguiente vez ya no fue en dirección a mi casa, entonces la Claudia empezó a sospechar. Después nos volvimos medio sinvergüenzas y armábamos unas franeleadas de película en su oficina. Todos se daban cuenta y obvio que entre ellos la fea de la Jovana.

–Vamos a descansar, en el segundo tiempo les ganamos.

–Prometo hacer otro gol, así pago doble el que ha entrado por mi culpa.

Una de esas noches entré más inquieto que de costumbre. Ella me jaló de la corbata. Para calmarme pensé que ya era tarde y que nadie invadiría el reducto de la jefa ni la Jovana que seguía por ahí y era capaz de todo. Ofreció sus pechos a mis manos, a estas atrevidas que no se escapan de esas tareas y que agilitas se pusieron a desabotonar. De pronto los cierres estaban abiertos, los botones lejos de sus ojales y las manos y los labios goza que te goza.

–Sacá ese balón, no hagas gambeta... ¡Cuidado!

Lo vi venir de frente, el desgraciado no me quería quitar el balón, quería mi pierna. Ella no se estaba con vueltas tomó con la mano lo que deseaba y luego lo hizo con la boca. Pensé en dejarlo con el gusto de barrerme y me animé a eludirlo. Dejamos al puro instinto decidir lo que nuestros cuerpos debían hacer, la sentí fuera de control. El tipo, grande, pesado y de piernas largas ya estaba demasiado cerca, a punto de patearme la rodilla. La puerta de esa oficina se estaba abriendo y yo quería dejarla, pero mi voluntad estaba jugada. Ese instante se me hizo eterno, miré el cielo azul del invierno, el sol me obligó a cerrar los ojos, caí sin sentir el golpe. La jefa se sabía perdida y aún así no me dejo salir de ella, aunque la puerta ya estaba completamente abierta. Lo escuché tan claro como si no hubiera otro sonido ese momento: eran mis huesos desordenándose con el golpe que recibieron.

Los de mi equipo me rodearon, veían cómo me revolcaba de dolor. Logré pensar en la Claudia, algo me dio una seguridad de que la volvería a ver pronto o era que la necesitaba como a nadie. No sabía si me dolía más el alma o el cuerpo. Veía una y otra vez ese pie a punto de impactar en mi rodilla y a ella entrando en la oficina de mi jefa. “¡Perdoname!”, partió un grito desde mis huesos y apenas se escuchó un quejido.

Luis Antonio Serrano es comunicador social y comenta sobre cine. En su tiempo libre escribe cuentos.





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