Brújula Digital|04|05|25|
Mauricio Souza Crespo | Tres Tristes Críticos |
1. Los héroes de películas y series “de acción” se dividen hoy en dos grupos. Hay los que sin muchas razones o con apenas los mínimos pretextos proceden, como si estuvieran apuradísimos, a destruir el mundo, a la John Wick. Y están los que, antes o durante sus tareas de destrucción del mundo, se dan el tiempo de interactuar un poquito con él.
2. El contador 2 y, antes, hace nueve años, El contador 1 pertenecen al segundo grupo. Sus héroes son esos que ejercen las violencias de la justicia según el requerido festival de puñetes, cuchilladas y balazos, pero que, mientras lo hacen, aspiran a ser más que matones: quieren ser personas, como Pinocho. Aunque, habría que recordarlo, en estas películas se entiende lo de “ser persona” en el sentido en que decimos de alguien que “es todo un personaje”: la ‘personalidad’ en una cinta de acción es un repertorio de supuestas peculiaridades, excentricidades y rarezas.
3. Alto, flaco y con una convincente cara de deprimido, Ben Affleck es el encargado de repartir los sopapos en El contador. Además, y acaso porque siente que las meras violencias del cine de acción están por debajo de sus habilidades actorales, Affleck le confiere a su héroe una diferencia: es un rudo neurodivergente (no se menciona la palabra, pero se la insinúa: autista). Incómodo y rígido, un nerdtotal de cabo a rabo, incapaz de leer interacciones sociales, sincero y directo con consecuencias desastrosas, Chris Wolff –el contador en cuestión– recorre el mundo en una casa rodante repleta de armas de grueso calibre, juguetes de colección y dinero contante y sonante.
4. Lo mejor de esta segunda parte es el desarrollo de lo que quedó pendiente en la primera: la relación entre el héroe y su hermano menor, hermano que no es ni autista ni contador, pero sí un asesino a sueldo con dilemas sentimentales propios, quién sabe si derivados de los mismos traumas de infancia. Interpretado por un buen actor –John Bernthal–, Braxton Wolff –que de personaje secundario y antagonista en la primera película pasa a ser coprotagonista en la segunda– es un tipo de héroe de acción frecuente hace 30 años: el psicópata hablador, chacotero y sentimental.
5. La película funciona siguiendo una oscilación entre la violencia y los diálogos, entre las peleas cuerpo a cuerpo y la discusión de afectos cara a cara. A medida que su historia avanza (o da vueltas sobre sí misma), los extremos de esa oscilación se hacen más explícitos: las escenas de violencia son progresivamente más largas, espectaculares y sangrientas; las escenas sentimentales entre los hermanos se hacen más detalladas, confesionales y verbalmente graciosas.
6. La trama del trauma es, por otro lado, lo de menos: los criminales que trafican con mujeres y niños, en redes de explotación de inmigrantes indocumentados, podrían haber sido reemplazados, si de convocar a malos genéricos se tratara, por gordos racistas gringos, mafiosos rusos cubiertos de tatuajes o clanes italianos en trajes de tres piezas. Porque, en estas películas, la trama es como en la pornografía: sabemos lo que va a pasar y también sabemos que eso no importa porque la historia es secundaria o un pretexto. Y, sin embargo, a pesar de que hemos visto cientos de escenas iguales en otras pelis, las seguimos mirando. Hay algo de indestructible y primario en la satisfacción –no menor– de ver que los injustos son destruidos.
7. El contador 2 es, en resumen, lo que resulta del uso inteligente de una fórmula, esa que combina a partes desiguales sentimentalismo, humor y violencia. Si ya nos estamos aburriendo con el sentimentalismo, pasamos a la violencia; y si esta última se pone tediosa, cambiamos al humor. Esos relevos o alivios son un consuelo: nos hacen olvidar que estamos viendo una tontería.
8. Puede ser que la palabra “tontería” sea injusta: en el promedio de las cosas –y en una época del cine hollywoodense en la que el promedio es muy bajo–, esta es, por lo menos, una película a momentos entretenida. Su sentimentalismo es a veces efectivo; sus diálogos son de cuando en cuando precisos y hasta chistosos (virtudes que no son evidentes en la versión doblada); su violencia, sin dejar de ser la de rigor en el género, tiene modestas aspiraciones estilísticas y sabe cuándo no ponerse obscena (gracias a dios o al guionista, algunas de las muertes se sugieren, no se ven).
Yapa contextual: La película da por sobreentendido que los migrantes que llegan a Estados Unidos por su frontera con México son, en esta historia de venganzas y retribuciones, víctimas de injusticias criminales y abusos de poder sin fin. Si la película y su guion hubieran sido pensados a principios de este año, su relato de injusticias por vengar habría sido imposible o habría tenido que tener otro impulso, político quizás, en contra de los entusiasmos con que el gobierno de Trump ha adoptado la tarea de armar, desde el inicio de su segunda presidencia, en enero, elaborados y grotescos espectáculos mediáticos en los que se escenifica el castigo de migrantes, indocumentados y documentados (gente que es, según los portavoces de esta época dorada de neofascismos, un “mal que hay que extirpar”: porque esos millones de migrantes, ha repetido Trump desde el púlpito, “están envenenando la sangre de Estados Unidos”).