Brújula Digital
Mauricio Souza | Tres Tristes Críticos |
1. En el buen cine comercial norteamericano –cada vez más escaso– hay hoy dos tipos de directores: a) los que se toman años y años creando las condiciones, en parte financieras, para emprender obras de ambición monumental y b) los que, en cambio, prefieren, con envidiable abandono y rapidez, pasar de una película a otra. Si Martin Scorsese es el abanderado del primero de estos grupos (su última película, Los asesinos de la luna, dura tres horas, le tomó cinco años y costó 200 millones de dólares), Steven Soderbergh es quizá un ejemplo del segundo.
2. Desde Sexo, mentiras y video (1989), una de las películas emblemáticas de una nueva generación de realizadores y que dirigió cuando tenía 26 años, Soderbergh –que acaba de cumplir 62– es el creador de más de 40 largometrajes. Ha dirigido vistosos emprendimientos hollywoodenses de gordo presupuesto (Los 11 de Ocean y sus varios capítulos, Erin Brockovich, Che) y también cintas más modestas, algunas de ellas notables (su Contagio, del 2011, es la mejor película reciente sobre una pandemia antes de la pandemia). Esta abundante filmografía, aunque previsiblemente irregular, es de un notorio promedio: hasta sus películas mediocres tienen alguito que las recomienda. En los últimos años, Soderbergh parece más inclinado hacia películas que no demanden años en busca de la plata para hacerlas. Y las prefiere breves y personales: no solo las dirige, sino que las filma y edita él mismo.
3. Es el caso de Código negro, ahora en cartelera, un clásico, eficiente y breve ejercicio de cine de espionaje (o lo que, hace décadas, llamábamos así). Es fruto de su tercera colaboración, en solo tres años, con un viejo amigo, David Koepp, de perfil parecido: guionista de superproducciones (Misión imposible, Parque Jurásico, Indiana Jones), pero también de películas pequeñas y mejores, como las que ha escrito para Soderbergh.
4. De diálogos no solo inteligentes sino deliberadamente inteligentes (al borde del preciosismo teatral), de pocos exteriores luminosos y frecuentes interiores oscuros o a media luz, de secuencias filmadas como si fueran florilegios de estilo (por el mismo Soderbergh, que es el camarógrafo), de citas y referencias cinéfilas por doquier (a Hitchcock, a Scorsese), de giros y contragiros argumentales permanentes y, a ratos, difíciles de seguir, Código negro regresa a un lugar común del cine y la televisión: la suerte de una pareja de espías que, además de fatigar el mismo oficio violento en horas de oficina, comparte cama, comida y macarrones en su tiempo libre.
5. O sea, este es un relato de espías y de parejas, o de espías que son parejas. Es más: son las crisis amorosas de esas parejas –hay cuatro– las que la película sigue y revela pieza a pieza, vicisitudes o episodios de una bizantina trama o intriga entre agentes secretos. La pareja protagónica, interpretada con lujoso amaneramiento por Michael Fassbender y Cate Blanchett, está tratando de salvar el mundo de una catástrofe, sin duda, pero sobre todo está tratando de salvar su matrimonio.
6. Aunque el principal efecto de la película –la virtud que la distingue de ejercicios de género similares– es este: los intercambios verbales entre esas parejas son tensos juegos de ocultamiento, de cálculo y representación. Nunca sabemos, incluso en la intimidad conyugal o en medio de tormentas emocionales, si están actuando, fingiendo, engañando. El título original de la película, Bolsa negra(Black Bag), hace referencia, en la jerga del oficio, a las operaciones secretas que demandan de los espías un silencio y disimulo absolutos. En la película, esos disciplinados secretos obligatorios de la “bolsa negra” del espionaje se convierten en un requisito de la relación amorosa: lo que inevitablemente tenemos que esconder del otro, lo que el otro inevitablemente nos esconde.
7. La saga de Misión imposible es otra historia de espías. Pero lo que en sus capítulos son el pretexto y el relleno (la relación entre los personajes, los afectos, las crisis de identidad) que sirven para darnos un respiro cuando la caravana sinfín de secuencias de acción se detiene por unos minutos (caravana de portentos en la que, oh maravilla, Tom Cruise arriesga la salud haciendo sus propias piruetas) son en Código negro el centro de la acción. Será por eso que dura 92 minutos y no los 163 que durará el capítulo final, el octavo, de la saga de Ethan Hunt (a estrenarse en mayo). Código negro es Misión imposible, pero sin mayores saltos, caídas, explosiones, persecuciones o tiroteos. Es decir, es Misión imposible sin las partes aburridas.
8. Por lo que se sabe hasta ahora, es probable que Código negro sea víctima de un antiguo divorcio: si la crítica la celebra con casi unanimidad, en el público no ha despertado muchos entusiasmos. Ese divorcio, seguramente, tiene que ver con que es una película de espías en la que “la acción” se construye en los diálogos cara a cara y no en rutinarios enfrentamientos cuerpo a cuerpo. Esa separación es, por lo demás, expresión de fenómenos conocidos: el de películas que naufragaron en taquilla y hoy son clásicos del cine; el de éxitos de butaca que hoy nadie recuerda. Provisionalmente, podríamos bautizar a estos los síndromes gemelos de Sueño de fuga(The Shawshank Redemption), que fue un fracaso en su estreno, y de El código Da Vinci, que fue un inmenso éxito de público en su momento y que hoy es imposible volver a ver sin sentir vergüenza ajena o sin dormirse. La crítica, por supuesto, se equivoca, pero el público se equivoca aún más.