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Cultura y farándula | 21/02/2025   04:24

|CRÍTICA|La tortura puede ser eterna|Juan Pablo Guzmán|

El libro “Las muertes de Carlos Flores Bedregal” de Robert Brockmann revive el asesinato de 1980 de Flores Bedregal y Quiroga Santa Cruz, y la deuda de Bolivia con sus principios democráticos.

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Brújula Digital|21|02|25|

Juan Pablo Guzmán

Cuando el tétrico tableteo de las ametralladoras israelíes Uzi ha cumplido su misión, los cuerpos de Marcelo Quiroga Santa Cruz y Carlos Flores Bedregal yacen en los desvencijados escalones de la sede de la Central Obrera Boliviana (COB). Es el 17 de julio de 1980 y los paramilitares han cumplido su primera macabra misión, aunque su génesis asesina no intuye lo que acaban de fundar: un firme e indolente pacto de silencio perpetuo para que nunca, por los tiempos de los tiempos, se sepa el paradero de los dos cadáveres.

El libro “Las muertes de Carlos Flores Bedregal”, la más reciente crónica histórica de Robert Brockmann, ha sacado de los zaguanes del olvido ese tema y la irresoluta tarea de dar con los restos del líder socialista y del diputado trotskista, quizás la mayor deuda de la democracia boliviana con sus principios y con quienes depositaron con convicción su fe en ella.

Casi 45 años después de ese 17 de julio, aún no se han esclarecido del todo hechos claves del asalto y los crímenes en la COB. Una versión da por muerto a Quiroga Santa Cruz en la misma sede sindical, tras recibir una ráfaga, mientras otra argumenta que sobrevivió. Los testimonios coinciden en la muerte instantánea de Flores Bedregal. Luego, hay cierta certeza en que ambos cuerpos fueron trasladados al Estado Mayor, quizás después a la morgue del Hospital de Clínicas, y vueltos a llevar al Estado Mayor, donde se los incineró parcialmente, para finalmente arrojarlos a un lugar desconocido. 

Brockmann ha tenido la paciencia de un tejedor artesanal y la perseverancia de un investigador obsesivo para ordenar la información disponible sobre el tema, hallar otra nueva y deslizar una hipótesis. Todo, en un conjunto que tiene la armonía musical de la crónica, ese maravilloso género que, bien manejado, abre al lector la puerta de un tiempo, la cierra luego con el fin de llevarlo a otro, para luego retrotraerlo al origen, y también al estupor que nace de la sorpresa.

Pero la principal marca que deja el libro es la del dolor: un dolor que germina a partir de los criminales planes de Luis García Meza y Luis Arce Gómez para hacerse del poder; un dolor que se agudiza por la insana forma con la que se trató a los cuerpos de Quiroga Santa Cruz y Flores Bedregal; un dolor que quiebra el alma al acompañar el recorrido de la familia Flores Bedregal por hallar los restos de Carlos; un dolor que hiere el corazón al constatar que quienes saben del paradero de los cuerpos callan y son protegidos hasta hoy.

El emperador romano Marco Aurelio decía que “cuando el dolor es insoportable, nos destruye”. Y es precisamente eso lo que provoca la reconstrucción de la historia del asesinato de Carlos Flores Bedregal y de la desaparición de su cadáver por vericuetos indescifrables: una devastación interna al constatar que la maldad humana durante y después del asalto a la COB desató conductas luciferianas, para las que la dignidad del ser humano era un disparate, la vida una basura cualquiera, y el respeto un valor imposible de entender.

Cuando los cuerpos de Quiroga y Flores son trasladados al Estado Mayor en ambulancias arrebatadas a la Caja Nacional de Seguridad Social, los paramilitares ríen a carcajadas y patean lo que para ellos son bultos inertes; en el Estado Mayor los cadáveres permanecen en las mismas movilidades, como si fueran llantas de auxilio; luego son desmembrados y sometidos al fuego; otros custodios dicen a la familia Flores Bedregal que Carlos está vivo e incluso piden ropa que acaba quedándose con ellos; los martirizadores hacen llegar a la familia Quiroga Santa Cruz un anillo y cenizas que supuestamente pertenecen a Marcelo; estas son apenas algunas de las atrocidades que recapitula Brockmann.

Esa saña parece flácida ante una actitud menos grotesca pero más letal, es decir el silencio de militares y civiles que saben qué se hizo con los restos de Quiroga Santa Cruz y Flores Bedregal, y dónde están depositados. Silencio que durante más de cuatro décadas ha sido protegido por gobiernos “democráticos” que, con esporádicas excepciones (momentáneas y apenas útiles), se hincaron ante el poder militar, tercamente indolente en guardar el “secreto” del destino de los cuerpos.

Una de las mayores figuras del romanticismo francés, la novelista y periodista George Sand, decía que el paso del tiempo no llega a eliminar los grandes dolores, pero sí alcanza a adormecerlos. 

Robert Brockmann, con “Las muertes de Carlos Flores Bedregal”, nos obliga a pensar que por consecuencia con la democracia y con la vida misma, los bolivianos de hoy no podemos darnos el lujo de dejarnos llevar por el adormecimiento y, aún peor, por el olvido, ante el incierto destino de los restos de Carlos Flores Bedregal y Marcelo Quiroga Santa Cruz. 

Que esa crueldad sea solo propiedad de sus verdugos.

Juan Pablo Guzmán es comunicador social.





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