El texto propone un ejercicio de historia contrafactual en el que, en lugar de declararse independiente en 1825, el territorio de Charcas se anexaba a las Provincias Unidas del Río de la Plata (actual Argentina).
Brújula Digital|06|08|25|
Robert Brockmann
Imaginemos que, por los motivos que fueran, la Asamblea Constituyente de Bolivia, ese 6 de agosto de 1825, no optó por constituirse en una entidad nacional soberana bajo el nombre de República de Bolívar, sino que resolvió, más bien, la opción uno: la anexión a las Provincias Unidas del Río de la Plata. Estas se llamarán, a partir de 1860, República Argentina. Sé que es muy poco probable que algo así hubiera ocurrido, pero hagamos el ejercicio de la imaginación.
Este inmenso territorio andino, valluno y amazónico, enclavado en el corazón de Sudamérica, habría pasado a ser el riquísimo hinterland norte de un país ya de por sí vasto, con un potencial económico y humano formidable. Una vez borrada la frontera, el llamado “Partido de Tarija” habría sido absorbido de inmediato por la provincia argentina de Salta, y su ciudad capital, Tarija –hoy una tranquila urbe intermedia– se habría convertido en el primer gran nodo logístico, comercial y simbólico del centro argentino extendido. El nombre Bolivia nunca será concebido; quizás el territorio habría sido conocido simplemente como “Provincias de Charcas”, heredando el nombre de la antigua Real Audiencia.
Desde Tarija se proyectaría una articulación territorial y económica que, con el tiempo, habría integrado profundamente al conjunto de lo que hoy es el sur de Bolivia y el norte de Argentina. Su identidad cultural fuerte y fronteriza la habría colocado en el centro de las dinámicas de colonización interna y expansión productiva. No como un territorio marginal, sino como una bisagra clave de una Argentina extendida.
Con el crecimiento del mercado interno argentino, la consolidación de Buenos Aires como gran puerto (lo cual ocurrirá sólo a partir de las grandes inmigraciones desde la segunda mitad del siglo XIX), y con la temprana articulación ferroviaria, la producción minera de Charcas se habría orientado hacia el sur.
Las Provincias de Charcas no habrían desarrollado las tensiones geoestratégicas propias de la mediterraneidad, simplemente porque no habrían sido mediterráneas. No solo habrían tenido salida soberana al mar, sino que se habría desarrollado de espaldas al Pacífico. Toda su energía se habría volcado en articularse hacia el sur y hacia el oriente.
En este escenario, la Guerra del Pacífico, tal como ocurrió entre 1879 y 1883, probablemente no habría tenido lugar. Y si llegaba a producirse, su desenlace habría sido otro. La participación de este Estado argentino ampliado, en defensa de sus intereses integrados, habría modificado sustancialmente el equilibrio de fuerzas y los resultados. Los más probable es que los puertos de Antofagasta y Cobija hubieran permanecido bajo control argentino-charquino.
Por otro lado, una parte considerable de la mirada de las Provincias Unidas de La Plata se habría dirigido hacia el norte, encontrando allí recursos, intelectuales y liderazgo. Políticos como el potosino Mariano Moreno, secretario –léase “presidente”– de la Primera Junta platense, o el chuquisaqueño Casimiro Olañeta, habrían tenido enorme ascendiente en la todavía pequeña y mestiza Buenos Aires del siglo XIX. La élite de Charcas, ya educada y bien relacionada, se habría fundido con la oligarquía porteña.
¿O habría sido Charcas una región atrasada, periférica y relegada de esa República Argentina agrandada? La historia demográfica permite cuestionar ese prejuicio. Desde 1857 comenzaron a llegar a Argentina las primeras grandes oleadas de inmigrantes europeos, impulsadas por leyes que incentivaban su establecimiento.
Para 1940, unos 6,6 millones de europeos habrán desembarcado en ese país: tres millones de italianos, dos millones de españoles, un cuarto de millón de franceses; 180.000 rusos, 170.000 polacos –muchos de ellos judíos–, 170.000 turcos otomanos, 150.000 alemanes y una variedad menor de austrohúngaros, británicos, portugueses y suizos. En la realidad, de todos ellos, cerca de la mitad se quedó definitivamente en la verdadera Argentina.
Pero si la Argentina hubiera incluido las Provincias de Charcas, con un territorio total de unos 3,9 millones de kilómetros cuadrados, su capacidad de absorción habría sido mucho mayor. Esos inmigrantes no se habrían limitado a Buenos Aires, Rosario o Córdoba. Habrían colonizado también el norte: Tarija primero, como puerta natural; luego las llanuras cruceñas y benianas, donde habrían prosperado proyectos agrícolas, ganaderos y forestales, muchos de ellos impulsados por colonias europeas.
En esa proyección sur-norte, Santa Cruz y Beni se habrían beneficiado tempranamente de la infraestructura agroexportadora: rutas, ferrocarriles, crédito. El boom de la soya y la ganadería habrían llegado décadas antes.
Cochabamba, con su clima perfecto, su potencial agrícola y su ubicación en el eje oeste–este, habría sido otra gran receptora de población inmigrante. Su condición de ciudad de altura sin frío la habría hecho atractiva para colonos italianos y suizos. En ese contexto, Cochabamba habría rivalizado con Rosario o incluso con Córdoba.
Trinidad, Riberalta y otras ciudades amazónicas habrían crecido como centros fluviales importantes, conectados con la Amazonía y el noreste brasileño. La economía del caucho podría haberse desarrollado de modo diferente.
La capital de Pando, Cobija, se habría beneficiado también. En una “Argentina extendida”, la presencia estatal en la Amazonía habría sido más temprana, sostenida y conectada con la explotación maderera, la navegación y el intercambio con Brasil. Esta sería la frontera más larga entre los dos gigantes sudamericanos.
Por el contrario, las ciudades del occidente andino, basadas en la minería, habrían tenido menor protagonismo. La Paz, sin capitalidad – mejor dicho, sin ser “sede de gobierno”– habría sido una ciudad importante por su cercanía a la frontera con Perú, pero no la metrópoli de hoy. Su perfil urbano, político y demográfico habría sido más parecido al de Jujuy o a una Arequipa menor. Sin La Paz como centro estatal, quizás El Alto tampoco habría emergido.
Oruro, sin una política boliviana que privilegiara sus minas y sin una capital cercana que demandara sus productos o servicios, sería una ciudad secundaria, probablemente subordinada a Potosí. Y ¿qué habría ocurrido con Potosí? ¿Cómo habría evolucionado su rol como germen de la Audiencia de Charcas? ¿Sería distinta la narrativa a su alrededor como símbolo de gloria pasada y redención futura? ¿Cómo se articularía, cuál sería su rol en esta tan distinta entidad nacional?
Las dinámicas migratorias habrían generado una Argentina ampliada más mestiza. La migración indo-mestiza desde Charcas hacia el sur habría impactado en provincias como Tucumán, Salta o Jujuy o la misma Buenos Aires, produciendo mezclas nuevas, más intensas. A su vez, la inmigración europea, al llegar más al norte, habría transformado demográficamente a Charcas. Sería un territorio de cruce quizás más temperado que el actual.
La proyección no habría sido sólo económica o urbana, sino también cultural. Es tentador imaginar que Augusto Céspedes, liberado de las urgencias políticas andinas, habría desarrollado una obra más literaria, menos política, más universal. Quizás sería uno de los grandes escritores argentinos, mencionado junto a Borges, Cortázar o Bioy Casares. La tradición de la crónica política y la novela de guerra, tan fuerte en Bolivia, habría enriquecido las letras argentinas desde un ángulo distinto. Aunque con toda probabilidad, la Guerra del Chaco no habría sucedido.
La política también habría cambiado. ¿Qué lugar habría ocupado un personaje como Evo Morales en esta Argentina ampliada imaginaria? Quizás habría sido líder sindical en el Gran Buenos Aires, diputado en La Matanza, o referente del movimiento cocalero en un Chapare de una importancia relativa mucho menor.
Incluso el fútbol podría haber tenido otros héroes. ¿Un Messi chuquisaqueño? ¿Un arquero tarijeño en Boca Juniors en 1940? ¿Una selección argentina con cruceños y benianos entre sus titulares?
Por último, esta Gran Argentina habría tenido un peso geopolítico distinto. En el siglo XX temprano habría rivalizado no solo con el Reino Unido en exportaciones, sino también con Estados Unidos en volumen y diversidad, sobre todo en agroganadería. Y sería un actor hemisférico de primera línea.
Y nosotros, habitantes de esas antiguas Provincias de Charcas, ¿seríamos hoy argentinos con tonada, con DNI, con “asado y vino tinto”? ¿Se challaría en Rosario, en Buenos Aires? ¿O habríamos reclamado nuestra independencia algún día del siglo XIX o XX, como lo hizo Uruguay?
A mis alumnos en la universidad les hago imaginar y debatir esta historia contrafactual, o la opción dos, la peruana, de la que escribiré próximamente.
Imagine usted, lector, que fuéramos parte de esa “Gran Argentina”, o ese “Gran Perú” que incluye a Bolivia. Imagine que, siendo parte de aquellas dos “grandes repúblicas” le enseñen en el colegio que las opciones eran la independencia de Bolivia o cualquiera de las anexiones. A menudo, a mis alumnos la opción de la independencia les parece pequeña y tortuosa. Y a veces, fatídica.
¿Fue mejor o peor que nos independizáramos? Nunca lo sabremos. Pero el ejercicio, al menos, nos permite imaginar otra forma de ser.
Robert Brockmann es periodista e historiador.