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Brújula Digital|15|11|24|
Pablo Mendieta Paz
Santa Cruz de la Sierra es una síntesis de las bellezas más insólitas. Existe tanto por retratar, tanto por lo cual sentirse pasmado que, de manera inmediata, a veces uno es sobrepasado por toda una formidable ejecución de la naturaleza, por una interpretación, según arte, de avalanchas de sonidos, colores, fragancias.
Esos aludes de encanto llenan todo, sin posibilidad de que uno vaya a chocar con esos inaguantables vacíos de aburrimiento que, como describe Emil Cioran, el filósofo rumano de la corriente pesimista, comienza con el tictac del reloj, “ese sonido fúnebre del tiempo que pasa y no podemos contener, y termina en la más profunda monotonía”; es decir, en tal desasosiego –estiramos la idea de Cioran– que por el paso de las horas, o algo más, se escapa, se exilia la identidad y uno no sabe quién es.
No. En Santa Cruz de la Sierra no hay tiempo ni cabida para el aburrimiento. El canto de los pájaros, por ejemplo, es un poderoso llamado que lo ahuyenta desde el momento mismo en que nos concentramos para distinguir los sonidos y diferenciarlos. Para que ello ocurra, así como alguien se agazapa para detectar un sonido extraño en la noche, el oído tiene que afinarse y estar atento. Es cuando entonces comienza una de las más grandiosas experiencias.
Mientras el canto de ciertas aves puede durar varios compases y es fecundo en melodías que suben y bajan enlazando frases que generalmente se repiten, o de pronto varían siempre encadenadas bajo un patrón rítmico, el canto de otras es corto y estridente, aun cuando es posible captar que esta ejecución es modificable, como si existieran sutiles transformaciones en su propia naturaleza, una ductilidad cuya fuente podría hallarse en el cambiante clima cálido.
Si tales son las características del canto de un sinnúmero de especies de aves que colman el espacio cruceño, cuánto uno, desde el alba al anochecer, puede quedar boquiabierto con perfectas creaciones melódicas, más aún si se percibe –uno de los más significativos hallazgos– que el canto, el silbido o el trino de las aves neonatas, y de las pequeñas, respectivamente empieza y se desarrolla como un balbuceo, y luego al escuchar el canto de los ejemplares adultos sin duda que aplican la memoria y tienden a la imitación, tal como advierte un estudio científico basado en neurociencia; con lo cual, desde temprano –ya se mencionó– el potente e intenso efecto sonoro abarca la entera vastedad de la atmósfera.
A partir de este atributo, y de la amplia gama de sonidos de las aves, es cuando se llega a comprender con mayor rigor y fascinación por qué Antonio Vivaldi, cautivado por el canto de los pájaros compuso el Concierto para flauta Op. 10, No 3 El jilguero; o bien los trinos y canturreos de torcaces y alondras que, a través de tres violines solistas, se escuchan en Las Cuatro Estaciones. Y todo ello toma aún más cuerpo cuando se repara en cuánta importancia concedieron a este canto de la naturaleza creadores como Haydn, Händel, Saint-Saëns, Purcell, y una pléyade de grandes compositores clásicos.
Pero no basta. En la era moderna, qué encantador suena ese mirlo que canta y se oye en plena noche, y que en impronta metafórica recoge sus alas rotas, atrapa ojos negros, y hacia la luz de la noche oscura aprende a ver y logra volar durante toda su vida: un precioso y superlativo homenaje melódico de Los Beatles al mirlo en Blackbird. O tal como así se percibe en diametral y distinto género, qué seducción ejerce, como ejemplo, el mítico canto del guajojó, de Percy Ávila, interpretado por una deslumbrante Gladys Moreno: una prueba palpable de cómo se capturan como con la mano los sonidos de la naturaleza.
Habrá otro ejemplos, sin duda, de la relación estética y musical del canto de las aves en nuestro tiempo, pero de vuelta a épocas pasadas, cuánto más se comprende ahora que el compositor renacentista y descriptivo francés Clément Janequin, en alerta de los sonidos onomatopéyicos de las aves de diversa edad y sexo en París, especialmente del cuco, hubiera compuesto su Canto de los pájaros, una de las tantas partituras que identifican al autor como uno de los precursores de las “chansons programmatiques”.
Y cómo, quizás en sana emulación de Janequin, el compositor Olivier Messiaen (1908-1992), compenetrado en los bosques de Fuligny con los cantos de las aves, desde un lenguaje estético muy personal los memorizara y transcribiera en su Réveil des oiseaux (El despertar de los pájaros, 1950) y luego en Oiseaux éxotiques, 1953, en cuyos desarrollos se escuchan, lo más fielmente -como una ciencia-, los sonidos de toda clase de aves, situados por el artista en un variado plano de instrumentación (desde entonces –que valga la digresión–, la pasión de Messiaen por ese incalculable arte de la naturaleza habría de convertirlo también en ornitólogo).
Si nos ponemos a pensar en los escenarios en que Janequin, Messiaen, y tantos más formularon, cada cual en su tiempo y en su música, verdaderos “tratados” sobre el canto de los pájaros, comprobamos que estos resultan parcos frente a la inmensa geografía de Santa Cruz de la Sierra, en la que las abundantes especies cantantes conciben libre y prodigiosamente una música plena de melodías secuenciales, rítmicas y de exuberantes matices.
En fin, no cabe duda de que Janequin, Messiaen, y aquellos compositores de diverso estilo, habrían descubierto en el cielo cruceño una veta inconmensurable para describir con recursos mayores el fascinante canto de las aves.
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