La coca exige una gobernanza que combine trazabilidad, transparencia, inversión estatal y construcción de paz en territorios cocaleros. Un enfoque que evite repetir los errores del MAS y de la cooperación.
Brújula Digital|25|11|2025|
Patricia Chulver
Han pasado 17 años desde que el Estado boliviano inició el camino de la Diplomacia de la coca bajo el emblema “coca sí, cocaína no”. Tuve el privilegio de acompañar ese recorrido desde la sociedad civil -como especialista en política de drogas- durante una década, creyendo en una narrativa progresista y profundamente humana, y aportando con investigaciones propias y colaborativas..
Esa experiencia me permitió comprender el complejo mosaico político que sostenía aquel emblema: un sistema que, tras dos décadas en el poder, hoy se revela degradado, nutrido por movimientos sociales convertidos en grupos de interés, instituciones capturadas y ONG que repiten discursos vacíos, como parte de su propio lobby político.
La llamada nacionalización de la política de drogas surgió como respuesta al fracaso del modelo represivo de la Ley 1008 (1988), impuesto bajo influencia estadounidense y basado en la erradicación forzosa. La llegada de Evo Morales en 2005 significó un giro simbólico: la hoja de coca dejó de ser vista como “problema” y pasó a convertirse en bandera soberana de resistencia cultural.
Entre 2006 y 2008 Bolivia expulsó a la DEA, retomando la ruta diplomática que años antes habían abierto Jaime Paz Zamora y la Cancillería peruana bajo la Estrategia de Revalorización de la Hoja de Coca. Con la Nueva Constitución de 2009, la planta fue reconocida como patrimonio cultural y recurso natural renovable, y en 2011 Bolivia denunció la Convención Única de 1961 para reingresar en 2013 con una reserva específica que amparaba el uso tradicional.
El modelo alcanzó su momento más luminoso con la instauración del control social, que reemplazó la erradicación forzosa mediante el cultivo regulado del cato (1 600 m² por familia) monitoreado por sindicatos. Este sistema redujo la violencia rural, aumentó la gobernabilidad y recibió aval técnico de la Unodc por mantener estables las hectáreas cultivadas (20 000–23 000). Bolivia fue considerada un caso de estudio internacional y un modelo alternativo dentro del sistema global de control de drogas.
La Ley General de la Coca (Ley 906) consolidó esa visión ampliando la superficie legal a 22 000 hectáreas y reconociendo la coca como parte de un sistema productivo integral con potencial agrícola, medicinal, industrial y exportador. Sin embargo, esa ampliación, que favoreció significativamente al Chapare -base política del MAS- marcó el inicio de la ruptura con los Yungas y abrió un conflicto que enfrentó a la “coca cultural” con la “coca política”.
El declive se hizo evidente tras la crisis de 2019 y la salida de Morales, cuando el modelo quedó expuesto: buena parte de su funcionamiento dependía, en realidad, del aparato partidario y del control sindical del Chapare. Informes de la Unodc revelaron que en 2019, el 94 % de la coca producida en esa región no ingresó al mercado legal de Sacaba. Investigadores como Thomas Grisaffi analizaron la politización de los sindicatos y su conversión en brazos de control político, lo que erosionó la legitimidad internacional del modelo.
Entre 2021 y 2024, la Unodc y la Unión Europea reportaron incremento de cultivos excedentarios, desvíos hacia el narcotráfico y una creciente opacidad en los mecanismos de monitoreo. La cooperación internacional comenzó a perder confianza, reabriendo la puerta al retorno de la influencia estadounidense.Paralelamente, los medios bolivianos empezaron a documentar la existencia de un mercado paralelo de licencias para la comercialización de coca -las llamadas carpetas-, presuntamente vinculadas al Viceministerio de Coca y Desarrollo Integral.
ANF reportó carpetas vendidas entre 20 000 y 50 000 bolivianos, La Patria registró licencias de hasta $us 8 000 y una investigación de 2023 reveló falsificación de permisos dentro del propio ministerio. Esta corrupción estructural evidenció que el modelo soberano había sido devorado por su propia burocracia y por redes de clientelismo.
El conflicto entre Yungas y Chapare dejó de ser únicamente una disputa por tierras o ingresos: pasó a convertirse en una batalla por el sentido de la soberanía en torno a una planta que encarna la historia de Bolivia. El Chapare terminó por consolidarse como un enclave político y económico del MAS, mientras los Yungas quedó marginado.
La cooperación técnica, al trabajar con el gobierno central, terminó reproduciendo esa misma asimetría. J. Sagredo, consultor de la cooperación técnica internacional en Bolivia lo sabe perfectamente, en su gestión, intentos como el SysCoca -un sistema de información para trazabilidad y modernización del control estatal- jamás funcionaron por falta de voluntad política.
Sagredo recuerda que desde el inicio no hubo interés real en establecer protocolos y que todo quedó reducido a un cascarón inoperante, manteniendo el viejo sistema de TRN físicos y controles manuales.El técnico admite que uno de los fracasos más dolorosos fue el abandono del Instituto de Investigación de la Coca, contemplado en la Ley 906. y en sus palabras: “Esa institución podía convertir a Bolivia en referente científico regional, atraer fondos internacionales y abrir nuevas rutas de industrialización y aprovechamiento integral”, pero nunca se implementó. Con ello, se perdió una oportunidad histórica para transformar la relación entre Estado, ciencia y territorio.
Hoy, el giro regional hacia políticas de seguridad y el anuncio de una “colaboración técnica” con la DEA simbolizan el ocaso del ciclo soberano iniciado hace casi dos décadas. Lo que comenzó como un proyecto emancipador terminó atrapado por redes de complicidad, oportunismo y la instrumentalización del discurso indígena.
Conocí de cerca esa estructura: mi trabajo en derechos humanos y política de drogas fue utilizado y luego censurado por autoridades y operadores que usaron la narrativa de la hoja para su beneficio, así como por ONG transnacionales que, además de no invertir en territorio, capitalizaron (y aún lo hacen) la retórica en espacios multilaterales. Ese poder se sostuvo más en lealtades que en méritos. Hoy esas estructuras, lentamente, empiezan a quebrarse.
Aun así, no todo está perdido. Tanto Sagredo como mi propia lectura coinciden en que el país tiene una última oportunidad para reconducir la política de coca hacia un modelo moderno, basado en evidencia, en innovación institucional y en una visión de desarrollo integral que supere la lógica policial.
La hoja de coca exige una gobernanza que combine trazabilidad, transparencia, inversión estatal y construcción de paz en territorios cocaleros. Un enfoque que evite repetir los errores del MAS y de la cooperación, y que permita devolverle a la coca su espíritu: identidad, cultura, memoria y dignidad.Porque, aunque algunos sigan jugando con la narrativa -y con la memoria y con la verdad-, hay símbolos que no pueden sostenerse sobre la manipulación.Inalmama, terminará revelando aquello que se busca ocultar.
Patricia Chulver es especialista en cuerpo, poder y memoria en América Latina.