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Reportajes | 08/04/2024   16:05

El milagro imperfecto de Ruanda, el país que aprendió del genocidio

Entrada del Centro en Memoria del Genocidio en Kigali. Foto: EFE

Kigali (Ruanda)|EFE|08|04|24

Pablo Moraga

El país devastado por uno de los peores genocidios de la historia ha dejado de existir. Treinta años después, Ruanda se ha transformado, como si se tratase de un milagro, en una nación que sorprende por su -al menos aparente- reconciliación.

Atardece en un restaurante de Kigali. La música nigeriana se mezcla con conversaciones de decenas de jóvenes que charlan en su terraza, con vistas de la capital.

En una mesa, la periodista Rosine Mutesi pone gesto serio: “No -asegura a EFE-. Es imposible que el genocidio se repita en Ruanda”.

“Los jóvenes nunca lo permitiríamos”, insiste con firmeza, mientras el sol empieza a desplomarse deprisa sobre unas colinas redondas, llenas de casas pequeñas entre las que sobresalen árboles frondosos.

Mutesi nació en 1995, un año después del genocidio del Gobierno radical hutu contra los tutsis. Como muchos ruandeses, no conoció en persona esas masacres.

Según el Banco Mundial, la edad media de Ruanda es de 19 años: son jóvenes que han crecido en un país que intentó reconstruirse a sí mismo desde cero, alejándose de las divisiones que desencadenaron el genocidio.

En 1994, Ruanda era, sobre todo, un país dividido. Por un lado, estaban los tutsis, antiguos niños mimados del régimen colonial belga a los que las autoridades de ese momento tildaban de “cucarachas” que debían eliminarse.

En el otro bando, estaban los hutus, alrededor del 85% de la población, que observaba con miedo cómo unos rebeldes tutsis luchaban contra el Gobierno de Kigali.

Pero apenas queda nada de esa nación, entonces erosionada por décadas de mensajes de odio repetidos por los medios de comunicación, milicias juveniles sedientas de venganza, y depósitos enormes de machetes listos para matar.

“Los que siguen dividiéndonos de esa manera no tienen ni idea de historia -dice Mutesi-. Eso se lo inventaron los colonos belgas. No soy hutu ni tutsi. Soy munyarwanda (ruandesa). Y punto”.

Este domingo, miles de personas y una decena de jefes de Estado y de Gobierno conmemoraron en Kigali el trigésimo aniversario del genocidio de Ruanda.

"Hoy nuestros corazones están llenos de duelo y gratitud en igual medida. Recordamos a nuestros muertos y estamos también agradecidos por aquello en lo que Ruanda se ha convertido", afirmó el presidente ruandés, Paul Kagame, durante su discurso en el estadio cubierto BK Arena de la capital.

Kagame, un líder controvertido

Desde el 7 de abril de 1994 hasta el 15 de julio de ese año murieron al menos 800.000 personas (tutsis y hutus moderados). Eso equivale a unos 330 asesinatos cada hora. O cinco cada minuto.

Ante la pasividad de la comunidad internacional, la carnicería no terminó hasta que los rebeldes tutsis la pararon, expulsando del Gobierno a sus cabecillas.

Los insurgentes tomaron el poder, liderados por Kagame, un tipo alto, delgado y con gafas del que dicen que dedica su tiempo libre a leer revistas de economía.

Abandona su despacho a menudo para participar en todo tipo de actos, tanto en Ruanda como en el extranjero. Habla como se mueve, despacio, pero con determinación.

“No me esfuerzo en ser un santo porque en ese caso pasaría mi tiempo pensando en ser santo y no lograría nada que pudiese beneficiar a las personas a las que tengo que servir, o incluso a mí mismo”, dijo en una entrevista con el periodista François Soudan, que recogió esa conversación en un libro sobre Kagame.

Para muchos, es un dictador que dirige su país con puño de hierro, oprimiendo a sus opositores. Para otros, es la persona que rescató a Ruanda del horror del genocidio.

Pero tanto sus detractores como sus admiradores coinciden en una cosa: Kagame ha diseñado la Ruanda actual.

Se convirtió en el presidente de Ruanda en el año 2000, pero en realidad movió los hilos del país en la sombra desde que sus rebeldes ocuparon el Gobierno.

Encontraron una nación destrozada. Y decidieron poner en marcha un modelo estatal único, que fomenta la participación ciudadana en todo tipo de eventos, desde juicios populares hasta la reconstrucción de acequias: o que celebra con entusiasmo febril elecciones -entonces, las calles se llenan de música, de banderines-, pero en las que la oposición encuentra un sinfín de obstáculos para postularse.

Organizaciones pro derechos humanos, de hecho, han denunciado detenciones arbitrarias y desapariciones de disidentes a manos del Gobierno ruandés, al tiempo que los periodistas críticos temen publicar sus opiniones.

“El proceso democrático y el comportamiento electoral de Ruanda son el resultado de nuestra historia. Juzgarlos dentro del contexto de países que no han experimentado nuestro genocidio, no tiene sentido”, aseguró Kagame al periódico ruandés The New Times.

Con este sistema, imperfecto pero diseñado -según Kagame- a medida para los ruandeses, el país avanza con paso firme: su índice de desarrollo humano se ha doblado desde 1994, el mayor crecimiento promedio anual registrado en el mundo, según la ONU.

Además, este pequeño país de poco más de trece millones de habitantes es una de las economías más dinámicas de África, para la que el Fondo Monetario Internacional (FMI) prevé este año un crecimiento del 7 %.

Y, sobre todo, los jóvenes tienen claro que no quieren repetir los errores de sus padres.

BD





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