Martin Kulldorff, uno de los expertos en enfermedades infecciosas, defendió un abordaje distinto “por edades” para la prevención de la Covid-19 y advirtió que “la inmunidad de rebaño es inevitable, así que no hay razón para posponerla”.
Martin Kulldorff, epidemiólogo. Foto: Infobae
La pandemia del COVID-19 ha vinculado los debates científicos y los debates políticos de forma peculiar. Aunque nueve meses después de su surgimiento –y aún sin final cierto a la vista– es difícil pensar en algún país que pueda hacer gala de haber aplicado una estrategia exitosa, en casi todo el mundo se defienden y se atacan enfoques epidemiológicos contrapuestos como si fueran principios ideológicos irrenunciables.
Es natural que el menosprecio con el que abordaron la enfermedad algunos líderes como Donald Trump y Jair Bolsonaro haya colocado a sus adversarios en la vereda de enfrente. Pero medidas como el cierre de escuelas, los confinamientos estrictos y el aislamiento social extremo fueron vistas entonces no solo como las más adecuadas para enfrentar la pandemia, sino también como la única alternativa ante los discursos de Trump y Bolsonaro, y como una forma de reafirmar una identidad política.
En ese mismo juego dicotómico que divide estrategias sanitarias con distinto grado de respaldo científico entre buenas y malas políticamente, y que las encaja con fórceps en las realidades polarizadas de muchos de los países del mundo en la actualidad, la inmunidad de rebaño parece haber caído del lado de la desgracia. Que se haya convertido en mala palabra, aunque no se trata de una estrategia sino más bien de un hecho científico, ha sorprendido mucho a Martin Kulldorff, epidemiólogo especializado en enfermedades infecciosas y profesor de la Universidad de Harvard. También que se extraigan linealmente lecturas políticas de las opiniones científicas.
Nacido en Suecia y formado entre ese país y los Estados Unidos –donde vive actualmente–, Kulldorff defiende un abordaje que distinga “por edades”. Está a favor de la reapertura de escuelas y en contra de los confinamientos generales porque, en contra de lo que se suele creer, asegura que representan “el mayor asalto a las condiciones de vida de la clase obrera en décadas”. En una entrevista con Infobae, se refirió a estos temas, al desarrollo irregular de la vacuna y a la naturaleza de la enfermedad: “Era inevitable que el contagio alcance a todo el mundo, nadie debe sentirse mal por eso, porque era sencillamente imposible mantenerlo afuera”.
—En un artículo publicado en abril, dijo que como el COVID-19 opera de manera diferenciada según la edad, las medidas para contenerlo también debían ser diferenciadas, y que, de lo contrario, se perderían vidas innecesariamente. ¿Podría explicar por qué un confinamiento general causaría más muertes que una estrategia diversificada por edades?
—Hay muchas cosas que no sabemos del COVID-19, pero una cosa que sí sabemos es que hay una enorme diferencia en la mortalidad según la edad. No es que los jóvenes no se contagien, pero son principalmente los mayores quienes mueren por esta enfermedad. Las personas de más de 70 años tienen un riesgo de morir mil veces mayor que los niños. De hecho, entre los más chicos, el COVID-19 es más leve que la influenza estacional. En cambio, entre los mayores, es mucho peor que la influenza. Si no se toma ninguna medida se va a infectar la misma proporción de cada grupo etario hasta llegar a la inmunidad de rebaño. Y, si se aplica una cuarentena general, universal, también habrá jóvenes y viejos infectados. En ambos casos hay muchas personas grandes contagiadas y, por eso, muchas muertes. Sin embargo, si protegemos a los mayores y a otros grupos expuestos a grandes riesgos, pero los más jóvenes viven con normalidad, cuando alcancemos la inmunidad de rebaño tendremos más contagiados entre los jóvenes y menos entre los grandes. Entonces, la mortalidad total será menor. La clave para mantenerla baja es proteger a los mayores mientras la pandemia está asolando, asegurándose de que no se prolongue demasiado, porque entonces ya no se los podrá cuidar. Solo es posible hacerlo exitosamente por una cierta cantidad de tiempo.
—¿Eso significa que para prevenir más muertes es importante alcanzar cierta inmunidad lo antes posible?
—La inmunidad de rebaño es inevitable, así que no hay razón para posponerla a propósito. Sí sirve para no sobrecargar el sistema de salud, así que aplanar la curva al comienzo de la epidemia fue una buena meta y casi todos los países tuvieron éxito en eso, salvo el norte de Italia, parte de España y quizás algunos otros. Eso fue muy importante, porque permitió que todos los enfermos reciban el tratamiento adecuado. Pero más allá de eso, no hay motivo para empujar la pandemia hacia el futuro. Uno podría argumentar que si se la pospone algunas personas que hubieran muerto ahora sobrevivirían algunos meses más, pero eso no se sostiene como razonamiento de salud pública, porque al empujar hacia adelante la población va a envejecer seis o 12 meses, lo que significa que todos van a tener un riesgo levemente superior más tarde. Por otro lado, en temas sanitarios no relacionados con el COVID, como el cáncer, demorar los chequeos significa no detectar casos. Alguien que podría haber sobrevivido 10 o 20 años, podría terminar muriendo en tres o cuatro por no haberse hecho el monitoreo a tiempo. Además, la vacunación de los niños está en baja, y hay problemas cardiovasculares y de salud mental que están siendo agravados por las cuarentenas, y que son mucho más severos cuanto más se prolongan.
—De acuerdo con su propuesta, entonces, el escenario más seguro sería que los jóvenes salgan y corran riesgos, y los mayores se queden en sus casas. ¿Se puede considerar justa esa estrategia para los mayores, o imponer restricciones por edad podría ser visto como una forma de discriminación etaria?
—Es el COVID-19 el que discrimina por edad porque los mayores enfrentan riesgos muy superiores. Pero supongo que la discriminación en las medidas puede verse de dos maneras. Por un lado, como que los mayores tienen que quedarse en sus casas mientras que los jóvenes pueden vivir sus vidas normalmente. Y eso se podría hacer voluntariamente o a través de medidas legales. Por ejemplo, los bares tienen restricciones por las que hay que tener más de 21 años para entrar, así que se podría restringir el ingreso a los mayores de 60 años. Por otro lado, también podría verse como una discriminación contra los jóvenes dejar que los mayores se queden seguros y protegidos, mientras que ellos tienen que correr un riesgo, que es pequeño, pero que sigue siendo un riesgo, para generar la inmunidad que eventualmente protegerá a los mayores. Creo que la discrimininación por edad puede ir en ambas direcciones. En lo que respecta a los jóvenes, cuando hay una guerra se los envía a ellos, así que esa también es una forma de discriminación etaria. Por supuesto, el riesgo del COVID-19 es mucho más bajo que ir a la guerra.
—Desde el comienzo de la pandemia se ha hablado mucho de proteger a los ancianos, pero en ningún país parece haberse logrado ese objetivo. ¿Tiene alguna recomendación para proteger a este grupo?
—Hay una serie de medidas concretas para protegerlos. Por ejemplo, para aquellos que viven solos, debería implementarse un sistema concreto para que alguien les haga las compras y se las entregue de forma segura, así no tienen que ir al supermercado. Para aquellos que viven en asilos y que necesitan ser cuidados por otros, las autoridades deberían ocuparse de que los trabajadores no infecten a los residentes, quizás priorizando que los atiendan quienes ya se han infectado previamente y tienen anticuerpos. Podría ser una forma de seleccionar al personal. Para aquellos que aún no se han enfermado, quizás se podría implementar un mecanismo de testeo frecuente. También para visitantes o familiares de los residentes sería bueno implementar un sistema de testeos previo a las visitas, para que puedan verlos incluso en esta situación.
—Y en el caso de los hogares donde viven familias cuyos miembros tienen distintas edades, ¿qué recomienda?
—Creo que el mayor problema son esos hogares “multigeneracionales”. En Suecia se hizo un estudio sobre personas de más de 70 años en Estocolmo. Se comparó a aquellos que viven con alguien de alrededor de 65 años, que también está retirado, con aquellos que viven con familiares en edad de salir a trabajar. En el grupo de los que viven con personas en edad laboral las cifras de mortalidad fueron más altas que en el otro. Que haya niños en la vivienda no aumentó el riesgo de los mayores de 70 años, los niños no son el problema. Pero los trabajadores sí lo son. De alguna forma, si existe la posibilidad de hacer algún tipo de separación podría ser muy bueno. Por ejemplo, disponer de hoteles para la gente mayor. O, si viven con gente joven, que se muden con familiares de su mismo rango etario: es más seguro vivir con un hermano o hermana, que con hijos y nietos.
—Teniendo en cuenta que para los niños el COVID-19 es una enfermedad más leve que la gripe, ¿por qué tantos países se siguen oponiendo a la apertura de escuelas? Sobre todo con el ejemplo de Suecia, donde permanecieron abiertas y no se reportaron muertes de jóvenes en edad escolar, y la tasa de riesgo de los docentes estuvo en el promedio de las demás profesiones.
—Desde un punto de vista científico es algo muy, muy sorpresivo. No hay razones científicas ni de salud pública para mantener las escuelas cerradas. ¿Para qué hacemos ciencia? Si quieres saber qué consecuencias tiene la exposición a algo hay que mirar a aquellos que han estado expuestos. Por ejemplo, si quieres saber si funciona una vacuna hay que estudiar a aquellos que fueron vacunados. En materia de la apertura de escuelas, los que estuvieron expuestos al virus fueron los niños suecos. Fueron a la guardería, a la primaria y a la escuela media, desde el primer año de vida hasta los 15, porque permanecieron abiertas a lo largo del pico de la pandemia. Y tienes razón, en ese 1.8 millón de niños no hubo ninguna muerte por COVID-19. Hubo algunas hospitalizaciones e internaciones en unidades de cuidados intensivos (menos de diez en todo el país), pero fue menos severo que una temporada anual de gripe. Además, cuando observamos qué pasó con los docentes, no se registró un exceso en el riesgo comparado a la media de otras profesiones. Obviamente, un docente puede ir a la escuela y contagiarse de un colega, como la gente que trabaja en otras profesiones. Pero no hubo un riesgo extra, en comparación.
—¿Podría explicar, específicamente, cuál sería una forma segura de reabrir las escuelas? ¿Quiénes deberían ir y quiénes no? ¿Todos los niños y profesores, o algunos sí y otros no? ¿Cuáles son los riesgos?
—Suecia hizo las cosas bien, con una excepción. Se dictaron clases normales y si un niño tenía síntomas, como tos o congestión nasal, se le pedía que se quede en su casa. Si los síntomas aparecían en la escuela, era enviado directamente a la casa. Esa es una buena regla. Se mantuvieron clases con el tamaño normal, de 20 o 30 niños, pero sin grandes aglomeraciones. Se hacía una limpieza adicional de las superficies, lo que es bueno ante cualquier enfermedad infecciosa. Se realizaron algunas clases al aire libre cuando el tiempo era bueno, lo cual no sé si ayuda demasiado, pero no daña y es bueno estar afuera. No se impuso el uso de mascarillas, ni otras barreras, y los niños podían correr y jugar normalmente. Eso es importante para su salud mental y física. Lo único que haría diferente a Suecia es proteger a los docentes que tienen más de 60 años, y que enfrentan riesgos mayores. Creo que sería prudente que ellos puedan trabajar desde sus casas de alguna manera. Quizás podrían tomarse un año o ayudar con exámenes y ensayos. Quizás puedan proveer asistencia a los maestros más jóvenes, ser sus mentores. Pero creo que los docentes de más de 60 años deben tener la oportunidad de trabajar desde sus hogares. Los que están en sus 20, 30 o 40 años tienen muy bajo riesgo, así que no me preocuparía por ellos.
—Entre abril y mayo, se confirmaron en Estados Unidos cerca de 1,6 millón de casos de coronavirus y unas 105.000 muertes. Entre julio y agosto, en la llamada segunda ola, se reportaron 3,6 millones de contagios, pero unas 57.000 muertes. ¿Cómo se explica que con más del doble de infecciones muera la mitad de las personas que antes?
—Es por el testeo. En las primeras etapas de la pandemia solo se testeaba a las personas que estaban muy enfermas. Y se las testeaba porque era importante saber si tenían COVID-19 u otra cosa para definir el tratamiento. Después empezó a haber más testeo. Entonces, se encuentran estos casos levemente sintomáticos o asintomáticos. No estoy convencido de que ahora haya más casos, sino que ahora se encuentran más. Probablemente hubo menos casos en el verano (boreal) que en el pico de la pandemia.
—Y más allá de eso, ¿es posible que la tasa de letalidad sea más baja ahora?
—Creo que probablemente la proporción de gente que se infecta es más joven ahora. Al principio no sabíamos cómo cuidar a los mayores, y ahora mejoramos un poco. Así que supongo que los que se están contagiando ahora tienen un promedio de edad inferior, lo que significa que la tasa de letalidad de la infección es más baja. También podría haber otras explicaciones, pero la edad sería la primera para explorar y hacer estimaciones.
—¿Qué otras explicaciones tiene en mente?
—Podría haber mejoras en los tratamientos, por ejemplo. Con la experiencia, para los médicos deja de ser una nueva enfermedad y aprenden cómo tratar a los pacientes.
—En un artículo reciente cuestionó la realización de testeos masivos a personas jóvenes y sanas, y lo que denominó una “obsesión” por buscar casos asintomáticos. ¿Podría explicar por qué cree que es un abordaje equivocado?
—No creo que sirva de nada. Si un niño es asintomático, pero positivo, no causa ningún daño que siga yendo a la escuela. Si tiene tos o congestión nasal, entonces debería ser enviado a su casa, pero no necesitamos un test para eso. Y lo que puede ocurrir es que, como algunas personas están muy asustadas, se detectan dos casos y se empiezan a cerrar las escuelas, como está pasando ahora en algunos países. Pero los niños necesitan ir a clase, porque es importante que aprendan. Así que los efectos perjudiciales de dejar de ir son mayores. Hay dos excepciones en las que sí creo que sirven los test. Si una persona joven visita a su abuelo, creo que tendría sentido que se testee antes para asegurarse de que no lo contagiará. Otra excepción son las pruebas aleatorias con el objetivo científico de descubrir la prevalencia de la enfermedad. Como hay que seleccionar a la gente al azar para hacer una buena estimación, tiene sentido testear a toda la población, jóvenes y viejos.
—Antes mencionó la inmunidad de rebaño. Quienes la critican dicen que mucha gente tendría que morir para que la sociedad la alcance. ¿Está de acuerdo con eso? ¿Existe un riesgo tan alto detrás de la inmunidad de rebaño?
—Hay un malentendido con la inmunidad de rebaño. Algunas personas lo ven como una estrategia, pero no lo es. Es un hecho científico que sabemos que existe, como la fuerza de la gravedad en el campo de la física. Sea cual sea la estrategia que usemos contra el COVID-19, eventualmente vamos a llegar a la inmunidad de rebaño. Ya sea a través de una vacuna, que es la mejor manera, o a través de la infección natural. Si la pregunta es si va a morir mucha gente, la respuesta depende de si aquellos que se infectan son principalmente gente mayor. En ese caso sí, muchos van a morir porque tienen más riesgo. Pero, si son principalmente los jóvenes los que se infectan hasta generar la inmunidad de rebaño, pocos van a morir. Así que cuanto mejor protejamos a los más grandes, mientras dejamos que los jóvenes vivan con normalidad, vamos a tener menos muertes. Cuando algunas personas que no son epidemiólogos de enfermedades infecciosas calculan cuántos morirán, asumen que todos los grupos de edad se van a contagiar en la misma proporción y eso está mal. Asumen una estrategia que es muy subóptima.