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Política | 11/03/2024

|ENSAYO|¿Para qué sirven los intelectuales?|César Rojas Ríos|

|ENSAYO|¿Para qué sirven los intelectuales?|César Rojas Ríos|

Foto de Erik//Unsplash

Brújula Digital|11|03|24|

César Rojas Ríos

“¿Alguna vez podré descansar?”. Esta pregunta se la hace y se la debe hacer, una y otra vez, con una insistencia infatigable, un intelectual para mantener su fuego interior ardiendo y su fibra moral electrizada. La respuesta que se da: “No, no puedo descansar. Ni ahora ni nunca. La siesta del fauno me está negada. Hoy y siempre”.

¿Cuál es la razón?

Una y sencilla: un intelectual es un tipo que siempre se mete en problemas y arma jaleo. De ahí que se lo vea como una “persona problemática”. Esa es su identidad y su esencia; porque siempre y a toda hora, problematiza la realidad desde sus valores e interpela a los sucesivos órdenes institucionales que componen una sociedad (político, judicial, universitario, sanitario, cultural, electoral y hasta deportivo), desde sus objetivos fundamentales. Desde su declaración de principios. Esto los lleva a seguir una línea de conducta paradójica: para evitar que la sociedad tenga grandes problemas en el futuro, debe asumir, con coraje y desprendimiento, pequeños o grandes problemas en su vida.

En este sentido, su tarea es de sentido común: pide a la justicia, justicia; a la cultura, excelencia; a los políticos, bien común; a los religiosos, santidad. Ni más ni menos. Y rechaza, a capa y espada, lo bien logrado que lo traen los ruines de troche y moche: los corruptos, la forma descarada en que se llenan los bolsillos; los cínicos, la manera tan natural como dan gato por liebre; los aprovechadores, el encanto risueño con el que se benefician. Dicho de manera más clara, lo redobladamente bien cómo los malos ejercen la maldad o lo endiabladamente bien que hacen el mal.

El frente de lucha para los intelectuales es amplio y variado. Prácticamente todo el territorio accidentado de la realidad. Son como una especie de Baygon de tanta alimaña, no suelta a su libre arbitrio como en la naturaleza, sino arropada, enquistada y organizada en una institución. Entonces, no sólo luchan contra las alimañas, sino contra esas sabandijas poderosas, generalmente, desde el descampado y a la intemperie, como una especie de lobos solitarios y solidarios con los afectados, a veces, ante la indiferencia y la molestia de los propios interesados. Pero, a pesar de los pesares, levantan su pluma y su voz, para enfrentar no a los molinos de viento, sino a los poderosos de carne y hueso, que se dieron a la tarea de velar por sus intereses y los de su camarilla, por torcer todo aquello que tocan y de embarrar todo aquello que pisan.

El fuste torcido de la humanidad

No hay sociedad incólume en el mundo. Espigada y recta. Eso sí, las hay unas más torcidas que otras. Las hay, unas con más fibra moral que otras. Y las hay, unas con más intelectuales de fuste que otras.

Sí, no hay sociedad incólume.

Estas se tuercen siempre de la misma y una única manera: dejan de ser extrovertidas y estar al servicio de la sociedad, pues ya no benefician a quienes declaran favorecer, para empezar a beneficiar a quienes las dirigen y a la camarilla que los acompaña desde las sombras de la impunidad. El partido gobernante, ya no ve por toda la sociedad, sino sólo por su parte y la de sus partidarios. Y así en cada caso institucional.

El poder de la institución no sirve para apuntalar sus nobles objetivos, sino para movilizar los oscuros y personales de la camarilla. Entonces las instituciones, una a una, se desdibujan y decaen, o sea, pierden el espíritu que las debería elevar y empiezan a ir cada vez a menos. Hasta que llegan, no a ser una nada barrida por el viento, sino algo peor: organizaciones contrarias a ese colectivo al que una vez decidieron servir. El resultado, por supuesto, frustración colectiva. Por ejemplo, en el caso de muchas de nuestras universidades públicas, no enseñan, sino que malenseñan y el título que entregan es agua de borrajas. No valen, pues quienes los entregan son unos desvalidos, y privados de valía, nada valioso pueden ofrecer, sino decadencia, farsa y, como el personaje Melquiades de Cien años de soledad, puros espejitos para distraer la atención de las audiencias.

¿Dónde empieza la torcedura?

En la cima: si quien debería ser el norte y el ejemplo, es más bien el sur y el mal ejemplo, todo va para abajo en cada uno de los niveles de las pirámides institucionales. Puesto el jefe en el momento de elegir a sus subalternos, por la ley de espejos, elegirá a otro igual a él (o sea, un torcido, incompetente, impresentable), y este en su momento hará lo propio. El efecto global: una pirámide perversa. De ahí en adelante ese ejército de torcidos llevará a la institución al abismo con desenvuelta osadía. Probablemente, el lector ha oído el elocuente término que usan los analistas informáticos, pues calza al dedillo con esta situación adversa: GIGO, o garbage-in, garbage-out (“Basura entra, basura sale”).

Así la justicia llegó donde está. Y la policía, el gobierno, el órgano electoral, las universidades públicas. Todas se han convertido en antiinstituciones: atentan contra ellas desde su propio corazón y a la vez atentan contra la sociedad. No debe extrañarnos entonces que tengamos Instituciones de paja: un montaje enorme, de arquitectura vistosa, pero de espíritu endeble y vulgar, pues no está levantado sobre valores, sino sobre antivalores depredadores. No en la ruta de los objetivos de la institución, sino a contra ruta. Y de esta forma a la sociedad le entregan paja, no el vivificante trigo. Acaban convertidas en dispositivos antisociales: no le generan ingresos a la sociedad, sólo egresos, pues las vampirizan no sólo en las noches, sino desde muy temprano del día, inclusive pasada la medianoche.

Así las instituciones acaban siendo tullidas insensatas, no caminan, no avanzan, no progresan, porque le dieron la espalda a las buenas razones y a sus objetivos fundamentales. De seguir así acabarán inevitable en el suicidio (basta ver lo que sucedió en gran parte de nuestras cooperativas de teléfonos, las vampirizaron hasta dejarlas exangües). El intelectual de fuste se plantéate a sí mismo (y también lo debería hacer todo ciudadano de buena fe): “Si yo aceptase este estado de cosas como verdadero, ¿qué seguiría después?” Esa es la mejor manera de desenmascarar a los jefazos y sus “proyectos”, porque de lo contrario, lo saben y lo sienten, sobrevendría el ácido fluorhídrico, el más corrosivo de todos los ácidos porque genera una perniciosa oxidación moral.

¿Qué hacer frente a este panorama decadente?

Lo dicho: un intelectual no se puede cruzar de brazos y como un avestruz ocultar la cabeza, porque sus valores le impiden mostrar que la institución objeto de su crítica, es un espejismo de lograda solvencia (cuando lo es de una reconocida insolvencia) o es un árbol nutricio (cuando se trata de un árbol venenoso donde maduran frutas podridas). Y también les impide aplaudir la fiesta, la farsa y a la correspondiente procesión de bufones.

El poder quisquilloso de las razones

Un intelectual poco tiene a su favor, pero a la vez resulta siendo mucho: razones, buenas razones. Verdad y talento. Esos son los sacramentos que debe administrar de forma delicada y eficaz.

Y una razón verdadera es como una ventisca, se introduce hasta en el campo antagonista por los más ligeros resquicios en la mente de los oponentes. El Jefazo y su camarilla algo dirán en contra, pero las malas razones frente a las buenas son espadas de palo, sólo es cuestión de tiempo, habrán de quebrarse, y quienes antes aplaudían con fruición y reían a carcajadas, lo dejarán de hacer para asumir la gravedad del asunto; aunque antes, el Jefazo y su camarilla azuzarán sucesivos tornados —canalladas, rumores, humaredas en la atmósfera— tratando de acallar la crítica por la intimidación o la fuerza. Los malos ejercerán su espíritu a fondo: harán maldades sin contemplación. El suyo será siempre un ataque rufianesco: la agresividad del matón es su producto inevitable, el final y único resultado de su precaria moralidad.

Toca resistir y oponerse, pues como dice Ayn Rand en Filosofía, quién la necesita: “Los brutos están ganando sólo por omisión”. Parafraseando la Biblia, podrían decir: “Perdóname, padre, porque sé lo que estoy haciendo… pero no quiero que nadie me lo recuerde”. Los intelectuales se los recordarán con una insistencia machacona y maratónica, aunque deben ir más allá: les toca convertirse en un megáfono, en un movimiento intelectual y un régimen de voluntad, para expandir las buenas razones y cerrar filas. ¿Qué determina qué bando avanza y cuál retrocede? Si el silencio se impone, todo estará perdido, si el lenguaje vibra, la victoria sobrevendrá detrás de la colina.

¿Cuál es el pecado que no pueden cometer un intelectual? Abandonarse y abandonar la causa digna. La decadencia para una sociedad y sus instituciones, inicia cuando permite que se arranque de raíz ese principio de vida, esplendor y excelencia: el intelecto, la reflexión y, sobre todo, la crítica.

¿Quiénes siguen y consienten a los jefazos?

Pocos, la verdad, muy pocos. No nos equivoquemos sobre este punto. La mayoría se acomoda por sobrevivencia, pero mantiene su conciencia incómoda y atragantada con la realidad deficitaria (es difícil ocultar a Frankenstein detrás del biombo por más de quince minutos). Sonríe al Jefazo y su camarilla en la platea, pero una vez que se encuentra en el trasfondo escénico, despotrica hasta por los codos. En el fondo, su apoyo es transaccional y dura mientras duran los privilegios o el dinero fluye. Una vez que cesa el maná, escupen y orinan sobre el museo, el pedestal y la estatua del Jefazo.

No puede haber amor al suelo gelatinoso del poder ilegítimo y desnortado. No lo puede haber ni lo hay. Por eso el Jefazo y su camarilla necesitan de todo el poder que les sea posible acumular: para contener a las multitudes y a los críticos, para que la represa institucional no colapse. Si no, ¿por qué esa obsesión por el Poder?, ¿por qué la manía de controlar todos sus hilos y sus diversos resortes? Porque tienen miedo de que ese poder gelatinoso, por ilegítimo y ruin, acabe convertido en una riada que se los lleve por delante y termine por ahogarlos en la memoria colectiva.

En su libro Poder, Guglielmo Ferrero, el historiador y periodista italiano, escribe que el Poder, para sobrevivir, necesita de algo más que de la fuerza, de bastante más que la violencia, de mucho más que la coacción. El Poder para alcanzar la estabilidad –la gobernanza en la terminología hoy al uso–, precisa de asentimiento, de la obediencia libremente prestada, del consentimiento de los llamados a obedecer, y a ese asentimiento, a esa obediencia, a ese consentimiento, Ferrero lo llama legitimidad: “el Genio invisible de la Ciudad que despoja el Poder de sus miedos”.

De ahí el temor a que los intelectuales hagan un uso recto y combativo del lenguaje: digan al pan, pan, y al vino, vino. Y barran del escenario todas esas flatus vocis que distraen y cubren de velos amañados el discurso público. De ahí el encono porque la realidad se transparente y brote a la vista sus bajos y malolientes fondos. De ahí la opción por mentir, enturbiar las aguas e inflar propagandísticamente las naderías en algo vistoso. Tarea fatigosa la de los intelectuales: retirar del lenguaje público las falsas palabras, el tejido adiposo de los discursos de los poderosos. Dejar al descubierto lo banal y falaz. Poner las cosas en su sitio y los puntos sobre las íes, antes de que la realidad termine por desquiciarse.

Y la lucidez de saber que su tiempo no es hoy, sino mañana. Lo dijo el Rig Veda con lograda sabiduría: “Hay auroras que todavía no han resplandecido”. Y, como no podía ser de otra manera y así como a la lluvia sobreviene el arco iris, las auroras vienen de las luces de los intelectuales, no de las sombras de los Jefazos y sus camarillas.

¿Qué se esconde detrás del antiintelectualismo?

Uno podría pensar que el desprecio por el intelecto, la palabra y la razón, y la opción por lo irracional, lo emotivo y lo expresivo. No es así. Los intelectuales quieren que la palabra se inflame, que el debate se oxigene, que la crítica martille, no quieren que la morada del hombre, el lenguaje, permanezca silenciada y oscura; mientras que los antiintelectuales, lo que realmente desean, es que nadie se meta en sus asuntos oscuros. Aborrecen la luz estimulante de la palabra, la reflexión reveladora y la crítica salvadora. O como dijo Paul Valéry: “La política (partidaria o institucional) es el arte de impedir que la gente se meta en lo que sí le importa”.

Los antiintelectuales son la reencarnación del conde Drácula. Aborrecen la luminosidad, porque su negocio es la tenebrosidad y el silencio, pues en ella hacen lo que les viene en gana sin que nadie se percate de que le están extrayendo la sangre vital de su institución hasta la última gota. Sin que nadie diga esta boca es mía y menos, pretenda extirparle los colmillos. Por eso no gustan ni de los intelectuales ni de los periodistas, ni del pluralismo ni de la libertad de expresión. Nos quieren a todos encadenados en las sombras, tener al Sansón del intelecto y los valores morales, no con grilletes en las manos y los pies, sino en los ojos y la boca. Ese es su afán perverso.

Su militancia y cancha está marcada y también su arco contrario. Militan del lado torcido, su cancha es la de los viles a troche y moche y pretenden derrotar a los rectos, nobles y que, como Diógenes, con el candil de su luz, pretenden que los hombres comunes y corrientes no se acostumbren, de ninguna manera y por ningún motivo, a vivir en la corriente de los decadentes y los ruines.

Esto hermana a los intelectuales con Sísifo, pues unos y otro suben la pesada roca por la empinada cuesta de los obstáculos, las inclemencias y las resistencias de los Jefazos, y también esto los emparenta con Ulises, pues con inteligencia deben sortear la fuerza de Polifemo y los hechizos de Cirse, para construir la ansiada Ítaca, para que sea la morada no de los peores, sino de aquellos que luchan por enderezar lo torcido de la sociedad y, en esa medida, restituir la esperanza en la virtud de los seres humanos. Lo dijo de manera iluminadora Immanuel Kant: “De la madera torcida de la humanidad no se hizo nunca ninguna cosa recta”. 

César Rojas es comunicador social y sociólogo.



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