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Política | 30/09/2025   13:13

|OPINIÓN|Giles otra vez|Isabel Mercado|

Tenemos supuestos caballos de Troya controlados a distancia desde el Chapare, declaraciones incendiarias del candidato a vicepresidente del partido que ganó la primera vuelta, torpezas de campaña de su presidenciable y, para rematar, los presuntos mensajes racistas escritos por el candidato de la alianza rival, JP Velasco.

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Brújula Digital|30|09|25|

Isabel Mercado

En estos días me acordé de la película argentina dirigida por Sebastián Borensztein y protagonizada por Ricardo Darín y el gran Luis Brandoni. La odisea de los giles es un relato emocionante y feroz sobre un grupo de vecinos de un pequeño pueblo bonaerense que, en plena debacle de los años 2000 –esa en la que Argentina tuvo cinco presidentes en once días y los ahorros quedaron atrapados en el tristemente célebre “corralito”– descubre que el dinero que habían juntado durante toda su vida para construir una cooperativa ha sido confiscado en una maniobra perversa entre el gerente del banco y un abogado.
 Los giles son ellos, los vecinos, por confiar en las instituciones, en el banco y en el amigo gerente. Y la odisea es el viaje –a veces tragicómico, a veces brutal– de intentar recuperar no solo el dinero, sino la dignidad que les fue arrancada.

Parece fácil comparar esta historia con lo que hoy vivimos en Bolivia: una crisis que huele a hiperinflación, un “corralito” que ya es un hecho, bancos que, a pesar de todo, reportan ganancias como si fueran tiempos de bonanza. Pero lo que me trajo la película a la memoria no fue el contexto económico sino una frase –no recuerdo si de Darín o de Brandoni– que dice que los giles siempre son los mismos: los ingenuos que creemos que las cosas pueden cambiar, que el bien puede ganar, que la política puede ser un acto de servicio.

Pensé en esa frase después del último escandalete de esta campaña que nos tiene crispados y enfrentados, como si el adversario político fuera un ejército invasor.

Tenemos supuestos caballos de Troya controlados a distancia desde el Chapare, declaraciones incendiarias del candidato a vicepresidente del partido que ganó la primera vuelta, torpezas de campaña de su presidenciable y, para rematar, los presuntos mensajes racistas escritos por el candidato de la alianza rival, JP Velasco.

Mensajes publicados entre 2010 y 2013 en la cuenta de X que él mismo registró ante el Tribunal Electoral. Mensajes luego borrados, pero verificados por dos plataformas de fact-checking que confirmaron su autenticidad. La cuenta fue eliminada, como si al desaparecer el soporte desapareciera también el agravio.

“Son cosas del pasado”, dicen sus defensores. “No es el mismo hombre”, pretextan otros. “Quien esté libre de pecado, que tire la primera piedra”, pregonan lo más fanáticos.

Puede ser. La juventud comete excesos, sí, pero el racismo y el regionalismo no son meros deslices: son marcas profundas que se heredan, que se maman, y cuya única forma de ser extirpadas es reconocer el error, reparar el daño y construir un camino distinto.

Esta campaña, que prometía ser el inicio de una nueva etapa tras la derrota del MAS, se ha convertido en un espectáculo de gaffes y escándalos de baja estofa. En vez de inaugurar un nuevo ciclo de propuestas y reconciliación, nos arrojó otra vez a la arena de la polarización. Es como si, derrotado en las urnas, el MAS siguiera siendo el eje alrededor del cual se organiza nuestra convivencia. Seguimos necesitando un enemigo para justificar la guerra permanente, seguimos siendo incapaces de pensar el país fuera del binomio amigo-enemigo.

Lo que estamos viendo es que Bolivia sigue enferma de racismo, de clasismo, de resentimiento. El MAS no lo inventó, solo lo profundizó. Lo reproducimos en ciudad, en cada esquina, en cada meme compartido. Ignorar este rasgo es tan ingenuo como creer que los candidatos son inmunes a ello. Lo vemos en los constantes exabruptos de Lara y en el clasismo nunca bien disimulado de la candidatura de Libre, ahora explicitado en su  extremo racista, por su propio vicepresidente.

Por eso recordé La odisea de los giles: porque solo los giles creímos que esta podía ser la gran oportunidad de renovación, el comienzo de un ciclo de soluciones y no de peleas. Pero quizás –como sugiere Darín en la escena final– no esté tan mal ser un gil. Porque los giles son los que insisten una y otra vez, los que se niegan a bajar los brazos aunque todo invite a rendirse.

Y quizás de eso se trate esta hora de nuestra historia: de seguir creyendo incluso cuando la esperanza parece una ridiculez. De aceptar que no habrá cambio sin hacernos cargo de lo que somos, sin romper de una vez el círculo vicioso del péndulo que va de un extremo al otro, del odio y la revancha, de ese racismo que llevamos como marca país –aunque incomode reconocerlo–.

No podemos darnos el lujo de dejar de ser giles, porque en esa obstinación –en esa fe casi ingenua de que el país puede ser mejor– está el único futuro que vale la pena. Y si no es por nosotros, que sea por los hijos de nuestros hijos.

Isabel Mercado es periodista.





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