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Política | 22/09/2025   03:00

|OPINIÓN|Luis Arce y la perversa herencia de tierra arrasada|Juan Pablo Guzmán|

A Mijail Kutúzov no dejaba de complacerle que Napoleón tuviera ante sí un páramo, una tierra quemada. ¿Sonreirá también Luis Arce el 8 de noviembre al dejar a su sucesor la tierra que arrasó durante cinco años de gobierno?

El Presidente de Bolivia, Luis Arce. Foto ABI Archivo.
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Brújula Digital|22|09|25|

Juan Pablo Guzmán 

En 1812, el general ruso Mijail Kutúzov era temido no solo por sus enemigos, sino por sus propios oficiales y tropas. Había perdido el ojo derecho en una batalla contra soldados del Imperio Otomano, pero decidió no cubrir la horrenda cicatriz con un parche. Para él, esa herida no era una abyección, sino un símbolo de su valor y de su férreo carácter.

Con esa aura, el 13 de septiembre de ese año, el general zarista se encontraba en el mayor trance de su vida. Moscú estaba a punto de ser tomada por el ejército francés comandado por Napoleón y él debía elegir, según los manuales militares convencionales, entre dos opciones: rendir a la ciudad sin disparar un tiro o presentar combate, aun con la certeza de que la derrota era inevitable.

Sin embargo, sus 67 años fundidos a plomo, una ciega lealtad al zar y la convicción casi religiosa de que jamás se debe inclinar la cabeza ante el enemigo encendieron en él la idea de una tercera alternativa, casi bajada del infierno. Reunido con su Estado Mayor, Kutúzov apenas parpadeó con el único ojo que le quedaba y con la sangre helada ordenó lo impensado: “Quemen toda la ciudad”.

La lógica del general ruso era simple, pero letal y siniestra a la vez. “Que Napoleón entre en Moscú no significa que haya conquistado Rusia”, le escribió al zar Alejandro I, horas después de dar la orden de prender fuego, cuando Moscú ardía en una hoguera que parecía infinita. Kutúzov había escrito un nuevo capítulo en la historia de una de las más fatídicas técnicas de la guerra: la tierra arrasada.

Conocida como tierra arrasada o tierra quemada, esta táctica militar se remonta a la antigüedad, cuando los ejércitos que se sabían vencidos en los territorios propios o conquistados decidían replegarse, pero destruyendo tras de sí todo lo que podía ser útil para el enemigo: cultivos, ganado, puentes, caminos, casas, represas y aquello que estuviera en pie. 

Desde entonces, la estrategia de tierra arrasada se ha aplicado una y mil veces en cientos de conflictos bélicos, siendo su expresión más cruel aquella en la que las tropas destruyen su propio país para no dejar nada al invasor externo.

En el presente, la política tiene armas más sutiles que la descarnada impiedad de la guerra, y aunque incendiar una ciudad o un país ya no figura como una opción a considerar, los ajedrecistas del poder cuentan con herramientas tan letales como el fuego. 

Allí está hoy, por ejemplo, el presidente Luis Arce, imitador de la furia razonada del general Kutúzov, que dejará a su sucesor como “herencia” una tierra arrasada por su incapacidad en el manejo del Gobierno, pero también por decisiones fríamente calculadas, con el fin de dañar en la mayor magnitud posible a quienes asumirán el manejo del país el próximo 8 de noviembre.

El empeño de las reservas de oro, la inacción ante el desabastecimiento de diésel y otros combustibles, una inflación que liquida el poder adquisitivo de la moneda nacional, el descontrolado déficit fiscal, una minería cooperativizada que destruye hasta la médula de la naturaleza, una empresa privada asfixiada, el narcotráfico empoderado y la corrupción con luz verde son apenas ocho de las innumerables llamaradas con las que Arce, su gobierno y el masismo dejan a Bolivia convertida en tierra arrasada, no por accidente, sino por voluntad deliberada.

Cuando Napoleón ingresó triunfante en Moscú sintió una íntima desazón. Casi completamente abandonada, sin alimentos ni autoridades, la ciudad se asemejaba a un gigantesco cementerio que comenzaba a arder. Contrariado, el emperador francés durmió una noche en el Kremlin como símbolo de su fugaz conquista, aunque el peligro de los incendios lo obligó luego a trasladarse al castillo de Petrovsky, en las afueras de la ciudad.

A kilómetros de distancia, el general Mijail Kutúzov sonreía, con el ojo izquierdo brillando debido al resplandor del fuego. Porque, aunque su orgullo militar y patriota estaba herido, al saber que después de 200 años Moscú caía otra vez bajo un ejército invasor, no dejaba de complacerle que Napoleón tuviera ante sí un páramo, una tierra quemada. ¿Sonreirá también Luis Arce el 8 de noviembre al dejar a su sucesor la tierra que arrasó durante cinco años de gobierno?

Juan Pablo Guzmán es comunicador social.



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