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Política | 07/08/2025   06:40

|ESPECIAL BICENTENARIO|200 años de moda|Sayuri Loza|

En conmemoración a los 200 años de la fundación de Bolivia, Brújula Digital presenta su Especial Bicentenario que propone un recorrido plural por las múltiples capas que configuran la historia, la identidad y el porvenir del país. Son 17 ensayos que son publicados en este espacio.

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Brújula Digital|07|08|25|

Sayuri Loza

El nacimiento de la república significó un sacudón ideológico y comercial que afectó directamente el modo de vestirse en mayor medida de las élites bolivianas, sin dejar por ello de influir en el vestir de las clases sociales más bajas. El fin del monopolio comercial del imperio español abrió una válvula al ingreso de productos ultramarinos –que anteriormente, caía en cuentagotas y de contrabando– sin precedentes donde comerciantes ingleses y franceses hicieron su ingreso colmando los mercados disponibles de manufactura lujosa, producto de la galopante revolución industrial que reinaba en una Europa ávida de vender sus productos al mundo.

Hasta la Guerra de la Independencia, la vestimenta de los habitantes de Charcas tenía la función específica de diferenciar los diversos grupos socio-étnicos que componían la abigarrada sociedad virreinal: no era lo mismo un criollo que un zambo, pero conforme avanzaba el mestizaje, era más difícil reconocer quién era quién, por lo que la reglamentación de la vestimenta resultaba bastante útil. Cuando se firmó la Constitución, estas diferencias desaparecieron en la norma –aunque no en los hechos– pero aquello fue suficiente para crear en la atmósfera mayor apertura a la moda, sumado además el abandono de la costumbre de llevar prendas a la española, abrazando la moda inglesa o francesa. Para 1825, no sólo la Constitución se inspiraba en Francia sino también la forma de vestir de las élites bolivianas.

La falta de fotografías de inicios de la república nos hace buscar otras fuentes para conocer esa moda, como la novela Juan de la Rosa, en la cual uno de los personajes llega de un largo viaje y se baja del caballo llevando su poncho bordado con hilos de oro y un sombrero tricornio típico de la época; el mismo personaje Rosita es elaboradora de encajes, que años después serán importados y por tanto más accesibles. Por su parte, las ilustraciones de Alcide D’orbigny y Melchor María Mercado nos muestran la diversidad de trajes que combinaban lo hispano, lo originario y ahora lo europeo en general, para dar paso a la vestimenta nacional. En este punto hubo una bifurcación que es importante mencionar: mientras las élites abrazaban alegremente la nueva moda, los mestizos o cholos se sintieron más cercanos a la vieja moda hispánica; de ahí la supervivencia de la chola, que atesoró la falda española basquiña, convertida después en pollera, y el españolísimo mantón de Manila; mientras tanto, las clases altas corrían a comprar vestidos de “corte imperio” y los peinados al “estilo regencia” (que provenían mayormente de Francia).

Hemos encontrado en los archivos el inventario de objetos traídos de ultra mar y confiscados al comerciante Esteban Margarit por no cancelar una deuda en 1847; ellos nos permiten comprender los gustos de nuestras élites en la temprana república: 

Una gorra de terciopelo negro con galón falso, un par de charreteras de Coronel en su cajón, tres plumas de lagrimillas, ocho juegos de a seis plumas, tres pañuelos de velillo para pecho, dos caronas de paño, veintisiete velos de señora, veinticuatro paquetes de alfileres para sombrero, dieciséis pares de guantes de algodón blancos, diez pares de arrobas de seda de color, cinco unidades de guantes de cabretilla, sesenta y un mazos de mostacilla amarilla, treinta macitos de escarchado, diez pinzas de acero, ocho y media libras hilo de lino grueso, treinta y cuatro pares de aretes de filigrana, nueve cajones de a media docena de aretes de azabache, cincuenta y cinco cajoncitos de horquillas, tres tinteros de madera, cuatro fundas de hule para sombreros, seis pares de suecos, cinco gruesas de sortijas de metal ordinarias, cinco cepillos para caballo, once fajas de lana, cuarenta y un libros de diversas obras, cinco y media docenas de bragueros, seis pares de zapatos tejidos, cuatro docenas de hebillas medianas de metal, cuatro y media gruesas de fósforos de prender vela, cincuenta cajitas de juguetes de niños, seis cuadros con sus vidrios y marcos de madera, ocho gruesas de botones de china para el pecho, 24 ½  libras de sahumerio de China cajón y todo en bruto, treinta docenas de figuritas para niños, quince libras de pastillas de carbón.

Por su parte, el mundo indígena –con excepción de las élites cacicales– no ingresó a la fiebre anglo-francesa ni a objetos suntuarios que listamos en el párrafo precedente. Continuó con su traje tradicional, que era confeccionado, además, por las mismas comunidades. De ahí que varios teóricos económicos de la época identificaban esta falta de consumismo como una de las razones por las cuales el país no era capaz de industrializarse. Esta condición tendría larga duración y recién a inicios del siglo XX se buscaría insertar al indígena al “mundo moderno y civilizado”. De esta época viene el apelativo de “ch’ukuta” de los paceños ya que la población indígena tenía la costumbre de usar la ropa prácticamente hasta que ésta se le cayera del cuerpo, remendando cada que se formaba un hueco; ch’ukuta significa “cosido” o “remendado”.

Aunque empezó con una fiebre por la moda francesa, la tendencia nacional fue poco a poco inclinándose hacia la moda a la inglesa y para la década de 1870 las damas de clase alta se retrataban usando vestidos con cancanes victorianos mientras bailaban al ritmo de los valses de Chopin, Liszt o Schumann. Los varones, por su parte, fueron paulatinamente dejando de lado el “justacuerpo” y el “culotte” (especie de pantalones ajustados y abotonadas), y el sombrero tricornio, para adaptarse al traje de tres piezas (chaleco, saco y pantalón), camisa blanca almidonada y “cravat” (pañoleta) también blanca, junto con un sombrero de tarro alto. El bastón se convirtió en un accesorio indispensable pues en la sociedad democrática, sustituía la espada llevada durante el periodo hispánico.

Después de la guerra federal, hubo un cambio regional en nuestro país y La Paz, como nuevo centro político, tuvo una gran cantidad de funcionarios a quienes el protocolo les exigía una vestimenta impecable y a la moda, por lo que se abrieron varias tiendas especializadas. Así que casi a lo largo de todo el siglo XX fue La Paz la que dictó la moda al resto del país, hasta la década de los 90, cuando Santa Cruz empezó a disputarle el espacio con el surgimiento de importantes casas de moda.

Pero volvamos a inicios del siglo XX: la calle Comercio, aledaña al Congreso y a Palacio de Gobierno, empezó a llenarse de tiendas especializadas en trajes finos, relojes, joyas y otros accesorios. Aunque existían manufacturas nacionales, las clases altas y media-altas de La Paz, preferían los productos importados como una señal de prestigio y de búsqueda de competencia con sus pares. Algunos de los nombres que resonaron en el radio del centro histórico fueron “La Casa Grande”, “almacenes de Juan J. Hinojosa”, “Casa Elsner”, “Almacenes El Cóndor”, “La Sultana”, “Le Bon Marche” “La Gran Vía” y “La Sevillana”; todas estas tiendas eran de propietarios extranjeros, sobre todo españoles, japoneses, judíos europeos y los así llamados “sirio libaneses”. Merece una mención especial la casa Murillo Bross, en la esquina de la plaza Murillo, tienda exclusiva para políticos, autoridades y abogados.

En la calle Honda, que entonces se llamaba “La Turquería” se habían abierto tiendas con infinidad de artículos para confecciones: telas, bayetas, terciopelos, tocuyos, cintas, encajes, hilos, objetos de pasamanería y una variedad de perfumería oriental. Las tiendas japonesas traían medias de seda que compraban las “cholas decentes” y piezas exquisitas de porcelana para la hora del té, que se respetaba en todos los hogares acomodados de la sede de gobierno; las vendía la Casa Komori, la casa Satsuma y la casa Ono. A mediados de siglo XX aparecieron los primeros (y rudimentarios) centros comerciales. El más grande e importante fue La Villa de París, con varios departamentos que ofrecían diferentes tipos de trajes, tapices y felpas para muebles, alfombras inglesas, lámparas, pantallas y mercadería de gran variedad, fue sin duda el antecesor de la Galería Luz, el Shopping Norte, La Maravilla y el más moderno Megacenter.

En contraparte, las clases populares solían vestir con ropa hecha por costureras locales con telas de manufactura nacional. Aquí tenía cabida la figura del ropavejero, que iba por las casas de gente acomodada a comprar ropa usada y que revendía en ferias de pueblos o barrios alejados; esta ropa podía ser vendida tal cual o modificada en talla y color y era una manera económica de acceder a los inalcanzables lujos de los ricos. Entre 1904 y 1940 surgió la idea desde el Estado de lograr que los indígenas de una vez dejaran atrás sus atuendos tradicionales y se buscó incentivar, en el caso de los varones, el “traje del cholo”, que no era otra cosa que el terno, la camisa, la corbata y el sombrero fedora. En el caso de las mujeres se siguió promoviendo el uso de la pollera sustituyendo el milenario axsu. 

El paso de los años desplazó el centro de elegancia de la política a la juventud. Los años 70, marcados por las dictaduras, le dieron paso al protagonismo universitario que expresaba su rebeldía a través de su vestimenta fuertemente influida por la moda occidental: los hippies, los pantalones pie de elefante y las camisas psicodélicas acompañadas por las melenas setenteras. La revolución del 52 y la fuerte migración campo–ciudad había hecho que muchos aymaras y quechuas urbanos buscaran el traje moderno y también se animaran a buscar una identidad estética. La película Chuquiago refleja esta tendencia con uno de sus personajes, Jhonny, cuyo problema desde el punto de vista de la moda no es su afán por ser parte de ella sino su potente rechazo a sus orígenes; de otra manera, habría representado al aymara cosmopolita que vemos hoy, consumiendo productos de Aliexpress, Zara o Shein, pero orgulloso de tener sangre originaria.

La crisis de los 80 fue un duro golpe para la manufactura nacional, pero el 21060 abrió, tal como había ocurrido en los primeros años de la república, una puerta amplia a los productos importados, ya no como objetos de lujo sino como prendas al alcance de la población que se empezaron a vender en espacios que en el siglo XXI se inundarían de productos chinos traídos en una ola de importación sin precedentes debido al tipo de cambio fijo del dólar. A finales de los 80 y a lo largo de los 90, se forjaron espacios como “el Mayamicito”, “la Graneros” “la Uyustus” y “la Tumusla”. No eran centros comerciales sino calles con puestos de venta que le hicieron la competencia a los viejos negocios de la calle Comercio y aledaños, ofreciendo prendas económicas, a la moda, pero no de marca, que la población de clase media emergente simplemente amó pues reflejaba el mundo que vendía los medios de comunicación, en especial la revolucionaria televisión que reinó hasta la primera década del siglo XXI. Y a precios accesibles.

Como no podría ser de otro modo, la bonanza económica boliviana entre 2008 y 2020 permitió una democratización de las prendas, que el acceso a internet multiplicó por mucho; la llegada de la cultura asiática, con el estilo anime y de las tiendas del distrito japonés de Harajuku por un lado, y por el otro con los músicos del k–pop, despertó  la creatividad de los jóvenes en la búsqueda por estilos con los que se sentían representados; esto había coincidido con el auge del llamado street style como sustituto del reinado de las casas de moda como Dior, Givenchy, Alexander McQueen entre otros. Se empezó a apreciar más el estilo personalizado y original de bloggers y creadores de contenido que inspiraban a los jóvenes a romper las reglas y explorar estilos desopilantes. No hubo un solo estilo, sino cientos, alimentados por la capacidad de comprar online de Amazon, Aliexpress, Alibaba y otras plataformas, combinado con elementos de los mercados de pulgas como Cumavi o la famosa 16 de julio. 

Los bolivianos hemos forjado un largo recorrido desde los estilos más elegantes y exclusivos hasta los jeans y los tenis combinados con absolutamente cualquier prenda, tal como se estila en el resto del mundo. A pesar de la apertura a lo extranjero, es importante mencionar los esfuerzos hechos por soñadores del mundo del diseño que le dieron momentos originales y auténticos a la moda nacional, tanto con abrigos, vestidos y otros, como con la pollera que se convirtió en el traje nacional por excelencia. Una pollera transformada, más sensual, más llamativa, que es lucida en sesiones de fotos y ha llegado a pasarelas internacionales, esa pollera que al igual que nosotros, es muy diferente a cómo era hace 200 años y que con más o menos nostalgias, nos recuerda que a pesar de los grandes cambios, el espíritu inspirador es el mismo.

Sayuri Loza es historiadora e investigadora.




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