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Política | 19/02/2025   04:19

|COMENTARIO|El príncipe y el perro|Juan Cristóbal Mac Lean|

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Brújula Digital|19|02|25|

Juan Cristóbal Mac Lean E.

Las mismas habas, desde siempre, son capaces de cocerse en distintas ollas. Y eso no solo pasa con ellas. Lo “universal”, como se le dice de otra forma, agita cualquier envoltorio. O cualquier cultura, como se las llama. De tal modo, el retrato y destino de cualquier terruño puede resonar bajo otros cielos. 

Así, al leer esa maravilla de novela que es El Gatopardo de Giuseppe Tomasi di Lampedusa (1896-1957), uno encuentra páginas que podrían haberse escrito en otros paisajes “irremediables” –como los adjetiva el autor–. Él mismo tenía el título de príncipe de Lampedusa y un día, pasados sus 60 años, se puso a escribir su novela, la terminó en otros dos años y al poco murió. Muchas de las páginas que escribió, a su vez, tratan de la muerte, sobre todo la muerte del personaje principal, el viejo príncipe Fabrizio, que por su parte asiste, como espectador desencantado e irónico, a la muerte de un viejo orden, de sus ritmos y linajes.

El absoluto pesimismo del príncipe sobre el destino de las tierras sicilianas donde la historia transcurre, se deja sentir, feroz, discurriendo en torno a la miseria eterna de la isla, tantas veces ocupada por otros. Y el lector se inquieta, simultáneamente, al intuir la aplicabilidad de semejante escepticismo a muchas grietas semejantes, ocurridas lejos.

“¿Cree usted realmente, Chevalley, ser el primero en querer encauzar a Sicilia en el flujo de la historia universal?” le dice el príncipe a una afanosa visita. A lo largo de “por lo menos veinticinco siglos” que muchos, llegados de cualquier parte a esa isla tan visible, ya lo habían intentado, pero en vano. Quienes más, quienes menos, todos proclamaron querer introducir mejoras. Siempre fue en vano, y el príncipe cree que lo seguirá siendo.

Es además muy lúcido sobre su propia encrucijada: “Pertenezco a una generación desgraciada, a caballo entre los viejos y los nuevos tiempos, y que se encuentra a disgusto con unos y con otros.” Como nos pasa, también, a quienes ya no veremos una siguiente, e inminente nueva temporada de la historia, casi a punto de iniciarse y en la que el cambio climático, la inteligencia artificial y las guerras, las autocracias, las balas el narco, el acoso a la democracia, etc., etc., protagonizarán capítulos seguramente tan apasionantes como, ya todo lo anuncia, sin duda espeluznantes.

A Chevalley, que fue a ofrecerle una senaturía, el príncipe no se la acepta de ninguna manera. Casi desdeñosamente, se explica: “¿qué haría el Senado de mí, de un legislador inexperto que carece de la facultad de engañarse a sí mismo, ese requisito esencial para quien quiere guiar a los demás?”.

Esa última frase, en vísperas de elecciones en Bolivia nos recuerda cuánto requieren engañarse a sí mismos los candidatos y, esto es peor aún, cuánto, y masivamente, se engañan a sí mismos los votantes, que otra vez en vano se la creen.

La novela retrata o cuenta de grandes cambios que suceden en la política italiana y a los que su gran personaje, el príncipe Fabrizio, asiste entre resignado y escéptico. En todo caso, sus previsiones no podrían contentar a nadie:

«Todo esto no tendría que durar, pero durará siempre. El siempre de los hombres, naturalmente, un siglo, dos siglos... Y luego será distinto, pero peor. Nosotros fuimos los Gatopardos, los Leones. Quienes nos sustituyan serán chacalitos y hienas, y todos, gatopardos, chacales y ovejas, continuaremos creyéndonos la sal de la tierra.»

A lo largo de la novela, por otra parte, siempre vimos entrometerse al perro Bendicó, que al final del libro, pasados los años, está embalsamado y apolillándose; hay que tirarlo pues, y entonces nos encontramos con esta frase final, a un tiempo dolida y deslumbrante:

“Mientras los restos eran arrastrados afuera de la habitación los ojos de cristal miraron con el humilde reproche de las cosas que se apartan, que se quieren anular.”





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