APG
Brújula Digital|03|11|24|
Robert Brockmann
Jueves por la noche. Al regresar después del trabajo, noté que la fila para la gasolina en la estación de servicio más cercana a mi barrio era relativamente corta, de modo que, al llegar a casa decidí sacar la moto para llenar el tanque, pues apenas le quedaban gotas. Cuando llegué después de cenar, a las 10 de la noche, la fila había crecido unos 40 metros. Mi situé en el último lugar y en poco rato tenía cuatro vehículos detrás. Pero la fila no se movía. Esporádicamente, cada mucho rato, avanzaba un puesto. Eran los vehículos que, habiendo esperado mucho rato inmóviles, se rendían y se iban a casa. Al cabo de dos horas, había avanzado apenas 20 metros.
Yo estaba escuchando un podcast en dos partes, de una hora y media cada uno. Al llegar a la mitad del segundo capítulo, sentí que estaba perdiendo el tiempo. Ya era medianoche. Unos días antes, mi hijo, con más voluntad que yo, había aguantado una fila similar hasta las dos de la mañana para llenar el tanque de su coche. Claro, no es lo mismo esperar horas en los asientos acolchados y la protección de un auto, que hacerlo en una moto. Estaba muy cansado, no estaba dispuesto a esperar hasta que comenzara la provisión, además de las por lo menos dos horas que tomaría hasta llegar a cargar, de modo que decidí regresar a casa.
Viernes por la mañana. Mi esposa fue a hacer cola en otra gasolinera para llenar el tanque del auto. Me propuso que me uniera con mi bidón para la moto. Le di alcance llevando la fotocopia de mi carnet, requisito indispensable para comprar gasolina en bidones o para cualquier cosa en Bolivia, país bendito de Dios. Cuando llegó nuestro turno tras una hora y media de fila, llenamos el tanque del auto, pero no permitieron que cargara mi bidón: “cargaremos bidones de tres a cinco”, dijo la encargada de la ANH, estricta, inconmovible. Eran las 13:50.
Hicimos la otra fila para los bidones. Estábamos entre los primeros. Había toda clase de gente. Nuestras vecinas se quejaban de “la calor” y una de ellas propuso que salgamos a las carreteras a romper los bloqueos de Evo, como hicieron los de la Unión Juvenil Cruceñista en Maidana. Toda clase se charlas. Espera larga. Sol a plomo. La gelatina de la vendedora ambulante se aguaba. La calor. Deja vu de la UDP, cuando mi madre nos mandaba a mis hermanos y a mí a hacer cola muy cerca de allí, por harina, azúcar o por pan, doce horas o más alternando entre todos. Cuando el gobierno de Siles Zuazo pretendía imponer control de precios y todo lo que lograba era ocultamiento y escasez. Las mismas charlas. La misma sensación de fatalidad compartida. La maravillosa izquierda en el gobierno, entonces y ahora, que no aprende las lecciones de la historia. Ni las de economía.
Llegaron las tres de la tarde. Los funcionarios de la ANH, puntuales, iniciaron la venta. Pero no era una venta así nomás. Era una venta con trámite a la boliviana. O sea, por qué hacerlo fácil, si difícil también se puede. Colaron un código QR en una puerta, que todo el mundo debía escanear con su celular. Ahí se rompió toda la cola. Todos desesperados por captar el QR en sus celulares. Fotocopia en una mano, bidón en la otra, celular en la tercera mano. Fucking caos. La señora del pequeño restaurante de la vuelta no tenía celular. Lágrimas en sus ojos. El QR llevaba a una aplicación que, a mi celular, por supuesto, lo llevaba a sitios ignotos que los de la ANH no se explicaban. La encargada se apiadó y registró mi trámite manualmente, igual que el de la señora mencionada, mientras el resto de la “fila” era un torbellino de manos, celulares, fotocopias, bidones vacíos y reclamos. El sello. El código. Foto a la fotocopia firmada. Pase a la siguiente cola y esté atento a que lo llamen.
Los operarios de las ocho bombas del surtidor alternaban la atención a un vehículo y a un bidón, un vehículo y un bidón. Hace unos días te permitían cargar diez litros por bidón. Ahora, sólo cinco. ¿Y mañana? A pesar de la abrumadora demanda, el encargado de mi bomba fue amable y hasta agradable. Fin del trámite de compra de gasolina para mi moto: un día y medio perdido por cinco litros. Eran las cuatro de la tarde cuando nos fuimos a almorzar. Pero, al menos, no gobierna la derecha...