Brújula Digital|27|10|24|
Amparo Ballivián
Acaba de transcurrir la cumbre del BRICS, en la que se le anunció al dictador Nicolás Maduro que su país no será admitido en esa alianza económica en el corto plazo. No es un complot de la derecha ni del imperio, sino un veto de su examigo, el muy izquierdista Luis Inacio Lula da Silva, presidente del Brasil. Brasil tiene muchos motivos para ponerse escogedor y todo señala que uno de los motivos es el hecho de que Maduro no ha demostrado con papeles ser el ganador de las últimas elecciones venezolanas. Hagamos de lado el detalle de que el BRICS quiera vetar a un país por motivos de violación de la democracia, cuando dos de sus miembros fundadores apenas puedan ser descritas como democracias (que ellos resuelvan sus propias contradicciones) y ocupémonos de Venezuela.
El dictador de Venezuela, Nicolás Maduro, afirmó haber ganado las elecciones del último 28 de julio. Contra toda evidencia, bastó con que lo dijera para que así fuera. Con esto, inauguró una nueva modalidad de fraude en el socialismo del siglo XXI: Ni siquiera intentó manipular un algoritmo para obtener ventaja, acarrear votantes o apagar el equivalente venezolano del TREP, como se hizo en fraudes anteriores. No. Simplemente dijo: “he ganado” y les dio garrote a los venezolanos que pretendieron mostrarle la realidad. Maduro esperaba, seguramente, que su palabra fuera suficiente.
No le bastó inhabilitar a la principal candidata opositora, María Corina Machado, ni a su sucesora. Quiso asegurarse todas las ventajas, y aun así necesitó competir a todo vapor contra un candidato de emergencia. Alguien con suficiente valentía para enfrentar insultos, agresiones y persecución. Ese alguien fue Edmundo González Urrutia, un veterano diplomático venezolano. Un buen señor.
Durante la campaña, tanto Machado como González tuvieron un acceso limitadísimo y mínimo a los medios de comunicación. Apenas pudieron conceder un par de entrevistas (literalmente), ya que los medios independientes están intimidados y los cooptados y oficialistas jamás cederían ningún espacio a la oposición. En una entrevista en CNN previa a las elecciones, a pesar de que el periodista lo incitaba a denunciar la desigualdad de condiciones respecto del candidato oficialista, que por supuesto era el propio dictador, González utilizó todas sus habilidades diplomáticas para evitar una declaración que pudiera ser vista como hostil y le costara la inhabilitación atrabiliaria. Con gran cautela y escogiendo cada palabra, como hacen los diplomáticos, describió lo desigual que era la batalla electoral frente a un régimen que utilizaba todos sus recursos a favor de Maduro.
Por otro lado, la campaña de Maduro era omnipresente. En cualquier momento, TeleSur, el canal propagandístico del régimen, mostraba a Maduro bailando, cantando y haciendo monerías junto a los artistas del régimen, con una alegría forzada. En agudo contraste con González, que mantenía la compostura y a quien nunca se le fue una palabra demás, Maduro se desbocaba en insultos de lo más denigrantes tanto contra él como contra Machado. La desigualdad era total.
Y aun así, Machado y González ganaron por goleada. Conociendo los métodos de los socialismos del siglo XXI, los candidatos opositores se aseguraron de recopilar todas las pruebas necesarias para demostrar su victoria, ganando en una proporción de siete a tres, imposible de revertir mediante fraude. Tal vez por eso, Maduro recurrió a la simple declaración de “yo gané y el que me lo discute va a la cárcel”.
Hay en Venezuela más de 21,5 millones de votantes registrados. Pero de ellos, sólo participaron poco menos de 10 millones, un 46 por ciento, lo que habla del desencanto de los venezolanos con su sistema. En su más reciente entrevista internacional, Rodríguez dijo haber obtenido siete y casi ocho millones de votos de los casi 10 millones que votaron. Esos son los venezolanos que están en Venezuela. Pero tomemos en cuenta que hay otros 7,7 millones de venezolanos en el exilio político y económico, que fueron impedidos de votar. Esta crisis migratoria fue causada por la hiperinflación, el desempleo, la escasez de alimentos y medicinas y la violación de derechos humanos. Imaginemos el resultado si además ellos hubieran podido votar.
El apoyo popular a Maduro es raquítico y flaquea cada vez más. El régimen se apoya en las armas, la represión y el miedo. Ello puede sonar como insuficiente. Pero lo mismo sucede en Cuba y he ahí al pueblo cubano, preso del despotismo de unos pocos, pero bien organizados, desde hace ¡65 años! Los partidos gobernantes en Venezuela –y en Bolivia–creen que ese es un buen ejemplo. Ese peligro nos habla a todos nosotros.
Entretanto, tras las elecciones, Maduro y sus secuaces lanzaron una ofensiva masiva de relaciones públicas. Maduro, Diosdado Cabello (ministro del Interior) y los hermanos Jorge y Delcy Rodríguez (presidente de la Asamblea Nacional y vicepresidenta respectivamente) son omnipresentes en los medios. Se pasan tanto tiempo en pantalla que es imposible no preguntarse cuándo trabajan. Pero es que un régimen dictatorial sin programa ni contenido ya no necesita gobernar, sino sólo administrar propaganda.
Estas cabezas parlantes exclaman, gesticulan y amenazan intentando convencer al pueblo de que han ganado las elecciones y que enfrentan atentados por parte del “imperio” y una omnipresente “ultraderecha”, acusando de ser tal, por supuesto, al mesurado, prudente, austero Edmundo González Urrutia. A Lula, por lo del BRICS lo acusan de ser agente de la CIA. No tienen otra explicación. E instruyeron a la fiscalía venezolana que lo investigue.
Todas las entidades del aparato estatal venezolano dieron por cierta la victoria de Maduro, sin mostrar una sola acta, en contraste con las pruebas exhibidas por la oposición. Y, ante las pruebas irrefutables de la derrota de Maduro, expuestas por la oposición venezolana y aceptadas por todas las entidades serias que cabe imaginar, la propaganda Madurista inflaba el pecho ante el raquítico reconocimiento internacional obtenido por su “victoria”: los países del ALBA: Cuba, Nicaragua, Bolivia, Dominica, Antigua y Barbuda y San Vicente y las Granadinas. Todas sus economías combinadas, más la de Venezuela, tienen un tamaño similar a la economía de Portugal. Otros países que reconocieron la “victoria” de Maduro fueron Irán, Zimbabue, Mozambique, Abjasia y Palestina. Y, bueno, China. Vaya club. Pero el resto del mundo le niega el reconocimiento.
Esta lista refleja el grado de ideologización (y también la soledad diplomática de nuestro propio país) de las relaciones exteriores de los países del ALBA, que no actúan en función a sus respectivos intereses nacionales, sino en función a sus amiguetes ideológicos. ¿Puede un gobierno sobrevivir sin el reconocimiento del mundo, con este nivel de aislamiento, sin calcular el interés nacional? ¿Basta China para darle proyección económica a un eventual gobierno de Maduro a partir de enero de 2025?
Y aun sabiendo las posibles terribles consecuencias que podrían esperarle, el legítimo presidente electo, Edmundo González, desde su exilio español anunció que acudirá a su posesión el 10 de enero. “Guerra anunciada no mata moros”, dirá el lector. Pero no cabe duda de que el solo anuncio pondrá aún más nerviosos a Maduro, Cabello y los hermanos Rodríguez, que se sentirán más presionados y más bajo la lupa global.
Es estruendoso el silencio sobre las elecciones en Venezuela en los últimos dos meses, más o menos. Eso significa que hay un pacto de silencio entre las partes negociadoras. ¿O soy tiernamente ingenua? ¿Llegará Maduro al 10 de enero? Y si llega, ¿cuánto más puede durar un régimen vacío y aislado? Maduro sabe que ha perdido. Pero lo mejor de todo es que también sabe que todos lo sabemos. E incluso si no pesara sobre él una orden de arresto internacional, no debería salir de Venezuela, por simple vergüenza.
Amparo Ballivián es economista y precandidata presidencial en Bolivia.