A veces pienso que la personalidad ensimismada que tenemos como país nos mantiene a salvo de ciertos debates actuales en Europa relacionados con, por ejemplo, el cambio de identidad “de género” de acuerdo a la caprichosa autopercepción del día; con las terapias de reasignación de sexo en adolescentes; con la creación de normas que obliguen a quienes se inyectan heroína en las plazas a botar las jeringas en basureros especiales; o con la gestación subrogada.
Como hay todavía una distancia larga entre lo que pasa en esos países “más civilizados” y el nuestro de por acá, me atrevo a opinar en esta ocasión, quizás sin el conocimiento, pero sí con convicción, sobre esa gestación delegada: el proceso por el que, mediante distintas formas de fecundación, una mujer queda embarazada y da luz a un bebé para otra persona o pareja, quienes se convierten en padres. Aun cuando, por ser un asunto aparentemente tan ajeno, esta columna podría resultar completamente inútil. Aunque quién sabe si en el futuro próximo nos toque discutir estas cosas.
Sin importar si el alquiler del vientre se hace por generosidad o con fines de lucro; o si se trata de una subrogación gestacional (la gestante no tiene relación genética directa con el bebé) o de una subrogación tradicional (la gestante aporta también sus propios óvulos y por ello guarda una relación genética directa con el bebé); esta práctica puede acarrear más efectos no deseados de los que creemos.
Esas consecuencias son éticas (la filiación de los menores, la trata y explotación de mujeres, la compraventa de niños); físicas (la transformación definitiva de la mujer a partir de un embarazo, y el intercambio biológico entre la embarazada y “su” bebé más allá de los genes por la interacción en el ambiente uterino); emocional (en países pobres en los que se realiza con mayor frecuencia este tipo de arrendamiento, se han detectado altos índices de depresión por esta causa. Hay que insistir en que “el vínculo biológico y afectivo que se establece entre las embarazadas y sus bebés no se puede reducir a la presencia o no de una genética compartida”.
De algún modo, la idea que se tiene de esta clase de gestaciones es algo frívola: las referencias son personas famosas que han sido madres o padres por esta vía, y todos parecen felices. Los nuevos padres lo son finalmente y la madre ucraniana que puso en alquiler su vientre ya tiene la plata suficiente para sobrevivir- por lo menos económicamente- por unos años más...
Es por la angustia que me genera el tema que, a pesar de compartir el rechazo a esa práctica, no acompaño las razones de un grupo en España, cuándo no, que inició hace un tiempo una campaña (que seguro viene de la “¡Stop Subrogation Now!”) llamada “No somos vasijas”, que pretende erradicar la gestación subrogada, no necesariamente por los daños emocionales, físicos y psicológicos que frecuentemente sufren las madres y los bebés que participan, sino porque con ello “se cosifica el cuerpo de las mujeres”.
Las manifestantes se van solo por el derecho de las mujeres a decidir en materia de derechos sexuales y reproductivos, y advierten que “la maternidad por sustitución niega a las mujeres gestantes el derecho a decidir durante el embarazo y en la posterior crianza, el cuidado y la educación del menor”. Alegan que las mujeres no son máquinas reproductoras que fabrican hijos en interés de los criadores. El alquiler de vientres, acusan, es un ejemplo de violencia obstétrica.
Pese a que evidentemente hay algo de eso, me temo que existen asuntos más profundos que analizar y que no tienen que ver únicamente con la mujer gestante, sino también con los bebés gestados mediante este complejo proceso.
En el uso volátil de sus eslóganes, estas activistas, que suelen infantilizar a sus congéneres (a las que ellas deben proteger), desconocen intencionalmente la libertad de las mujeres que, por los motivos (tristes) que fueran, han expresado su voluntad de ejercer la maternidad subrogada. Resulta por ello extraño que no intenten bloquear (o quizás sí) la prostitución que, de algún modo configura un tipo de comercio semejante. Pareciera que en ocasiones la consigna “mi cuerpo, mi decisión” perdiera todo sentido.
Si además, como nos asisten nuestras guías, tenemos que pensar la gestación subrogada como “consumo patriarcal por el cual las mujeres se pueden alquilar de manera total o parcial”, la confusión aumenta. Sucede que en gran parte de los casos, si no en la mayoría, quien solicita y paga por alquilar un vientre es otra mujer. Ahí el argumento del machismo flaquea.
El vientre de alquiler es un recurso extremo y desesperado que aún me cuesta entender. La mercantilización del propio cuerpo es el pináculo de la humillación. Evoco a Fantine vendiendo su cabello y sus dientes para lograr alimentar a su hija Cosette en la novela Los Miserables, y mi alma se descompone. Eso sí, si para frenar estas prácticas se opta por campañas superficiales y contradictorias y no se pone el acento en las potenciales pero funestas secuelas, siempre habrá quien, para sobrevivir, negocie con algo de sí; sin que la dignidad admita devoluciones.
Daniela Murialdo es abogada.