Hace algo más de una década, conocí a una estudiante
universitaria que, a veces, asistía a clases vestida con jeans y, a veces, con
polleras. Algunos estudiantes, de verbo viperino, la llamaban “cholita
transformer”. Cuando vestía jean, era una más de las estudiantes; en cambio,
cuando lucía polleras destacaba entre las mujeres “de vestido y pantalón”, como
llaman en mi pueblo a las mujeres que no usan polleras (chotitas).
Mas no siempre fue así. Las cholas, como son llamadas las mujeres maduras que usan pollera, eran consideradas inferiores. Incluso ellas mismas creían que sólo servían para “sirvientas” o “empleadas” o “k’jateras” (vendedora en mercados populares).
¿Cómo se originó ese estereotipo negativo? Según Carmen Santander Velásquez, licenciada en Diseño y Gestión de la Moda, la historia remonta el origen del prejuicio a 1782, cuando la Corona española emitió una disposición que prohibió a los nativos americanos usar vestimentas originarias para que olviden sus raíces.
Desde ese momento, “las nativas empezaron a vestirse oficialmente con simples ‘polleras’ no tan ostentosas como las de sus amas; pero sí al estilo de las mujeres de provincia de España”, escribió Santander, en un artículo titulado “De la chula española a la chola paceña”.
Las españolas de aquel entonces usaban una falda larga, enagua, falda interior y basquiña delgada. Por debajo llevaban armazones de alambre para abultar y plisar de manera ostentosa sus vestidos denominados polleras.
Estas españolas –dice Carmen Santander– tomaron a su cargo a algunas mujeres originarias para el servicio doméstico, a las que obligaron a vestirse con simples “polleras” no tan ostentosas, pero a la manera de sus amas, lo cual significaba su condición servil.
Esa condición se mantuvo durante más de dos siglos y todavía sigue posicionado en la cabeza de algunas personas que cuando ven a una chola irrumpir en el área del derecho, la medicina, la ingeniería, la comunicación, la conducción de camiones trailer se sorprenden y un poco más se persignan.
Para no legar ese maltrato o menosprecio a sus hijas, las cholas ataviaron/atavían a sus hijas con vestidos y pantalones. Al ver este corte en la reproducción de la indumentaria, pensé que al ritmo que aparecían las “chotitas”, las polleras se iban a extinguir en pocos años.
Sin embargo, no fue así. La sustitución vino a un rimo acelerado. Las mujeres que aún vestían aymilla o ajzu (indígena originaria) ataviaron a sus hijas con polleras con el mismo fin: cortar o bajar la intensidad de la discriminación.
Es decir, si las cholas vestían a sus hijas con jean para no legarles menosprecio social; las indígena originarías hacían lo mismo al cambiar la aymilla por la pollera. En conclusión, era (es) mejor ser chola que india o “señorita” que cholita.
“El hábito no hace al monje”, dice el refrán y debería cristalizarse en el pensamiento de la sociedad boliviana. Más aún ahora que las cholas ocupan espacios públicos, ejercen profesiones universitarias, escalan en sus condiciones y estilos de vida, y demuestran su inteligencia como cualquier otra mujer u hombre.
En consecuencia, una mujer, si quiere, podría vestirse como la estudiante universitaria que conocí hace algo más de una década en la UMSA: un día pollera, otro día jean, y al día siguiente falda o vestido. ¿Acaso los hombres no lucimos un día jean, otro día traje y corbata y al día siguiente un pantalón de corte y camisa casual?
El cambio no está en la vestimenta, sino en la mente de aquellas personas que consideran a una chola doblemente inferior: por mujer y por chola. Esta percepción puede cambiar si la propia mujer piensa que ser chola sólo es una forma de vestir y no una forma de ser. La vestimenta se puede cambiar cada día, en ser no.
Andrés Gómez es periodista.