Se acerca la entrega de los Premios Óscar, a cuya gala acudo sin vestido largo, junto a miembros de mi familia (siempre los mismos) mientras corren las quinielas entre pizza y cerveza. De ahí que esté obligada a cubrir, con anticipación, el mayor número de nominaciones e intentar así conseguir los 80 pesos del pozo.
Empecé la labor hace semanas y debo decir que desde La vida es bella no lloraba tanto con una película, hasta La sociedad de la nieve, del español Juan Antonio Bayona; es la versión cinematográfica –basada en el libro homónimo del uruguayo Pablo Vierci– de la tragedia de Los Andes.
El accidente, que muchos prefieren llamar “milagro”, tiene en su haber varios largometrajes y documentales. De hecho, Vargas Llosa escribió el guion de alguno. Con todo, La sociedad de la nieve logra lo que ninguna cinta previa: subirle el volumen a las voces interiores de los personajes para que escuchemos su dolor. El dolor por la pérdida de los amigos, los familiares y el futuro. El dolor por la pérdida de sí mismos, como si el fuselaje succionado y extraviado en la gélida montaña se hubiese llevado parte de ellos. Pero no su fe.
Suelo leer reseñas cinematográficas, aun con la autoconciencia de mi vulnerabilidad. Algunas veces la crítica me hace cambiar de opinión con excesiva facilidad. Otras, me conduce a la indignación. “Sorprende la casi ausencia de personajes femeninos (y el nulo papel de los que hay)”, se quejaba una columnista por ahí.
La sensatez nos llevaría a pensar en la fortuna de que no hubieran tomado ese vuelo más madres o hermanas (la desgracia arrastró a las cinco mujeres que abordaron el chárter), sin embargo, cierto colectivo feminista está dolido porque no participaran más chicas en la tragedia y solo lo hicieran hombres “que no muestran sus sentimientos”. Esa falta de perspectiva de género, piensan, habría provocado que en la peli apareciera por largo rato solo una mujer (que resistió valientemente hasta que un alud la recubriera de nieve). Presumo que la columnista hubiese preferido un final sin héroes.
Y en este camino al despeñadero, repleto de activismo impostado, alguien gimoteó por el olvido de personajes gays en el elenco: “Es cuanto menos curioso que, entre tantísimos chicos, ni uno, aunque sea por pura estadística, sintiese algo más por otro de su equipo”. Es decir, el director no revisó las estadísticas y por eso no consideró el cupo homosexual.
El mundo sufre a diario los soplos justicieros, pero falaces de los que ven (o dicen ver) discriminación en todo. En cualquier momento acusan también al director de gordofobia, por contemplar un accidente real de hercúleos rugbiers, y no considerar la ficticia catástrofe con mofletudos competidores de sumo.
Por si el victimismo no alcanzara hasta ahí, surgieron lamentos de algún vegano que protestaba porque La sociedad de la nieve había ofrecido escasos remedios a la inanición. Y es que al parecer ese vegano quejumbroso se pasó por el forro las escenas en las que los sobrevivientes, antes del canibalismo, habían tragado ya los cigarrillos (que compartirían en Santiago con quienes sufrían la escasez de la Unidad Popular) y las agujetas de los zapatos de todos los pasajeros.
Frente a un osado Bayona –que en un acto que en estos tiempos resulta contracultural, se anima a exponer el catolicismo férreo de los jóvenes deportistas portando cruces en sus cuellos y dejando mensajes del Evangelio a sus compañeros antes de morir (“no hay amor más grande que dar la vida por los amigos”)– están los productores de Hollywood que caen temerosos frente a la inquisición woke y que para cumplir con las cuotas gay, étnica, de género y todas las que quepan, terminan por deformar la realidad de un pasado que ya no nos deja nada e introducen en los relatos históricos rasgos de inverosimilitud que contaminan la historia y la reducen.
Ridley Scott optó por reconstruir a un Napoleón desde el feminismo. Josefina aparece en su reciente cinta dominando al emperador francés y venciendo su voluntad como no lo hiciera ni el duque de Wellington en la batalla de Waterloo. Pero como no era suficiente para la Academia, el director británico incorporó en su filme a un guardiamarina negro en un barco inglés, cuando todavía no se abolía la esclavitud por esos lados. ¡Marcada la casilla de la diversidad racial!
La que no acató los códigos de la corrección fue Oppenheimer, de Christopher Nolan, a quien le reclamaron no hacer justicia con las féminas que contribuyeron al Proyecto Manhattan. Y es que, como decía una historiadora y periodista argentina, con humor: lo que las feministas han demandado es “el cupo atómico”; que se haya invisibilizado a la mujer en la autoría de una de las más graves masacres de civiles...
Este año ya no apostaré por la que crea mejor película. No me fiaré de la producción, las actuaciones ni la fotografía. Apreciaré los filtros de la realidad y contaré el número de mujeres, latinos, transgénero y personas “de color” (consideraré incluso a algún extra palestino aunque sea de Hamás). No me iré por el talento sino por la diversidad. Total, si ganan mis elegidas, me llevaré la plata suficiente para comprar una caja de sales de frutas que calmen mis agruras.