La economía crece como las políticas y los políticos le permiten (o la obligan). Hoy, todo sugiere que el modelo vigente está agotado y que nos lleva a su crisis terminal. Más allá de las serias dificultades económicas que deberemos enfrentar, están también la desinstitucionalización, la pérdida de valores (sociales, éticos y humanos), y una larga lista de estigmas malignos que han desnaturalizado la esperanzadora reserva moral de la humanidad que se nos ofreció.
Pero, como toda crisis, ésta es una inmejorable oportunidad para romper las cadenas que nos atan al extrativismo rentista. Tras casi 20 años del gobierno del MAS, hemos llegado a un punto en el que el “modelo” –que debía durar 500 años, se desinfló en 10 porque a nadie se le ocurrió alimentar a la gallina de los huevos de oro.
Y, ¡finalmente! –bendito sea Dios diría mi abuela, no hay un Plan B para incubar otra gallina ponedora. Siguiendo la línea discursiva oficial y las propuestas de muchos reconocidos profesionales sobre las alternativas para sustituir los ingresos del gas, se plantea acelerar la industrialización del litio, formalizar la explotación del oro, iniciar la explotación de las importantes reservas de plata certificadas en Potosí, desarrollar el turismo, atraer a las más grandes transnacionales tecnológicas para que aprovechen nuestras ventajas naturales, y un largo etc.
Pero nada de esto resuelve los crecientes problemas de pobreza y precarización laboral que nos están relegando a los últimos lugares del desarrollo en América Latina y el mundo. Por ejemplo, en Litio ya hemos (mal)gastado más de 1.200 millones de dólares en tecnologías que no servirán (digamos, para ser generosos, que no son las mejores), y buscamos ahora un nuevo proceso que permita, finalmente, entrar a un mercado en el que deberíamos haber sido actores centrales hace cuando menos un par de décadas.
Incluso teniendo éxito con el proceso de extracción directa, con un precio de 50.000 dólares por tonelada, y una producción de 20.000 toneladas por año, el ingreso sería de mil millones de dólares y, el empleo directo, no mayor a 2.000 personas: en comparación, hacia el 2013, las exportaciones de gas generaron más de 6.650 millones de dólares. Las otras opciones, con la explotación del oro o la plata, aunque generarían rentas, atentarían contra la naturaleza y no tendrían el impacto deseable y necesario en el bienestar general de la sociedad porque, primero, atender necesidades en salud, educación o seguridad ciudadana requiere tener recursos que no estén condicionados por factores externos, y, segundo, porque la mayor demanda ciudadana es el empleo digno, productivo y sostenible.
En consecuencia, la tarea que tenemos como sociedad, es desarrollar las alternativas que incorporen cada vez más ciudadanía a la creación de valor en condiciones de equidad social, y de sostenibilidad económica y eco-ambiental.
Bolivia ocupa el último lugar en productividad laboral en Latinoamérica. Entre 2017 y 2022, en promedio, cada año se incorporaron 220.000 personas al mercado laboral, con productividad media de 5.000 dólares, aumentando el PIB en 1.100 millones de dólares anuales, que se traduce en un crecimiento del orden del 3%. Sin embargo, si Bolivia se pusiera la meta de elevar la productividad laboral de la población ocupada en el sector no extractivo (4.800 dólares), al promedio de la América Latina (30.000 dólares) para un 3% de la población ocupada cada año (200.000 trabajadores), el aumento directo del PIB sería de unos 5.000 millones de dólares que, por los efectos multiplicadores de la mayor capacidad de consumo de los hogares, fácilmente podría superar 6.500 millones: respecto al actual nivel del PIB (45.000 millones de dólares), significaría un crecimiento anual del orden del 15%, es decir, niveles de crecimiento de la China en sus mejores momentos.
Por supuesto, lograrlo no es tan fácil como “soplar y hacer botellas”, pero el escenario plantea una disyuntiva fundamental: seguir con la mirada fija en el extractivismo rentista ya no es una opción “decente” para cuando menos 10 millones de personas, a cuyo nombre los políticos siguen exprimiendo, en su beneficio propio, las riquezas del país, mientras se condena a las familias a la auto-explotación laboral del cuentapropismo obligado que el BM introdujo en los años 1980 bajo el eufemismo de emprendedurismo, el gobierno se ufana en promover como medio para reducir el desempleo, y los libertarios lo celebran como capitalismo popular.
Superar el extrativismo requiere “patear el tablero” de los falsos debates que giran en torno a indicadores como el déficit fiscal, la deuda pública, el tipo de cambio, la cantidad de reservas, la justicia, el sistema tributario, etc., etc. En estos debates, naturalmente, no hay una opinión compartida entre socialistas del SXXI, neoliberales, libertarios o pos-keynesianos porque, ni la teoría económica dominante es tajante, ni los defensores de una u otra opinión tienen, más allá de preferencias o convicciones, criterios sólidos para defender el valor en algún indicador, menos aún, para identificar las políticas específicas que lograrían esos valores esperados, sin afectar o sin entrar en conflicto con otros. En síntesis, cada quién, en función de preferencias, intuiciones o sesgos ideológicos, espera que el desempeño de la economía se ajuste a “su preferencia”: están empecinados en que la realidad se ajuste a sus expectativas teóricas (o ideológicas). Pero nadie se compromete lograr un resultado social específico con el crecimiento económico por el que abogan. Por eso es tan fácil enfrascarnos en discusiones bizantinas disfrazadas de ideología, y por eso es tan difícil llegar a acuerdos, y por eso seguimos girando vertiginosamente como perros tratando de morderse la cola, para quedarnos estancados en la cola de la historia.
El enfoque que proponemos desde hace 35 años, tiene hoy una verdadera posibilidad de, por lo menos, ser compulsado contra las ideas dispersas que caen a la mesa: planteamos tomar como el objetivo estratégico del Estado, la mejora sistemática de la productividad laboral con metas concretas, verificables y enmarcadas en el tiempo, de manera que, los desafíos y los problemas encontrados en el proceso, orienten el orden de prioridades para ajustar la gestión pública, la institucionalidad, la justicia, las relaciones Estado-empresa-empleado, las políticas comerciales, las fiscales y tributarias, las competencias autonómicas, la óptima distribución del ingreso, etc., mediante ajustes selectivos, sucesivos y pertinentes para alcanzar los objetivos puntuales. Los temas medulares en todos estos ámbitos los conocemos por décadas.
Naturalmente, para poner en marcha tal proceso, la secuencia de las prioridades que se deberá seguir, implica que, a corto plazo, habrá ganadores y perdedores –si por perdedor entendemos “no estar en el primer puesto para recibir chupetes”. Pero la evidencia continua de soluciones, y la eliminación de los problemas específicos que enfrentemos para alcanzar metas de mejora de la productividad y la ampliación de oportunidades de empleo digno, sin duda contribuirían a reducir la conflictividad social y el enguerrillamiento político, porque serían evidentes las mejoras de la economía y del bienestar compartido. Bajo este enfoque, el nivel del déficit, la tasa de inflación, etc., etc., constituirán solo unas herramientas para la “sintonía fina” o el ajuste de las condiciones más conducentes al logro de las metas de productividad. Si todos los años nuestra economía crea sosteniblemente 200.000 empleos dignos, a nadie le preocupará si el déficit es del 5%, la inflación de 10% y el tipo de cambio flota plácidamente.Finalmente, los “duros” del MAS –tanto ideológica como políticamente, tienen las evidencias tangibles y deben saber que su modelo se dirige al colapso total; si no lo ven, es que nunca entendieron que es, para la gente, el vivir bien; pueden aferrarse a su discurso, optar por seguir manoseando el Estado y sus instituciones, y recurrir una vez más a la intimidación y al bloqueo como las soluciones por el desastre, con lo que terminarían destruyendo lo poco de aparato productivo que queda.
Pero esta vez existe la posibilidad real de abierto rechazo social a esa estrategia de imposición. Por el contrario, si tienen el suficiente sentido común, la alternativa de ser parte de buscar soluciones reales y viables para la gente, les permitiría un aterrizaje político suave, que ayudaría a quitar gran parte de los estigmas que hoy mancillan los valores milenarios que, a nombre de los pueblos originarios, se enarbolaron desde fines del Siglo XX.
Estamos, sin duda, ante una bellísima y última oportunidad de corregir lo que hicimos mal, y hacer hacia adelante las cosas bien, como se merecen nuestros hijos, y los hijos de nuestros hijos. O, de lo contrario, cómo dice el célebre dicho, jodidos estaremos todos, ...simplemente por cojudos.
Enrique Velazco Reckling, Ph.D., es investigador en desarrollo productivo