Ha vuelto a los titulares el tema de dirigentes sindicales
declarados en “comisión”. El caso ahora se refiere a 61 dirigentes en YPFB que,
primero, recibirían escandalosamente altas remuneraciones de hasta más de
cuarenta mil bolivianos mensuales; y, segundo, que muchos de ellos estarían
(¿ilegalmente?) en esas condiciones por muchos años.
Uno de los involucrados, el dirigente Rolando Borda (de la COD de Santa Cruz con un salario superior a veinte mil bolivianos), salió rápidamente a refutar las críticas argumentando que, los salarios en el sector petrolero boliviano son “miserables” comparados a los de otros países.
A su vez, el inefable secretario ejecutivo de la COB, Juan Carlos Guarachi que, dicho sea de paso, también estaría entre los que han prorrogado sus funciones más allá de lo que dicen las normas y la ética sindical (y percibiría un salario menos miserable que el de Rolando Borda), salió en defensa de los involucrados: “los trabajadores, sabemos cómo trabajamos de acuerdo con nuestros estatutos y reglamentos”.
El propio ministro de economía (Página Siete, 28.08.22) “argumentó que los sindicatos dentro de cada empresa estatal eligen a sus dirigentes, y que los trabajadores al elegirlos, conocen las remuneraciones que perciben. Por lo tanto, son ellos los que tendrán que establecer del por qué tienen ese tipo de tratamiento”.
Si entiendo los argumentos, no habría nada que cuestionar: los salarios que perciben son una compensación –reconocida y aceptada por los trabajadores de base– a las sacrificadas tareas que realizan para asegurar que, el actual proceso, avance a paso firme hacia el objetivo central de las organizaciones laborales y de los trabajadores: una economía de pleno empleo digno, con el trabajo productivo como indicador principal de la “calidad social” del crecimiento de la economía.
Si este es el caso, desde 2006 el producto de esa sacrificada tarea debería haberse plasmado en mayor empleo asalariado –productivo y extractivo–, frente a las ocupaciones precarias e informales y, en consecuencia, en la membrecía y el poder de negociación de los sindicatos.
Los datos del INE muestran que no es así. Comparando los promedios de las estructuras de empleo entre 2003-2009 y 2011-2017, cuatro sectores (de los 20 analizados) redujeron su participación: la agricultura perdió 4,7 puntos porcentuales (pp); la industria manufacturera, 1,1 pp; el empleo doméstico, 0,7pp; y servicios comunitarios, 0,5pp. En cantidades, entre 2005 y 2017, la población ocupada creció en 1,1 millones de personas. De este total, solo 79.000 (6,9%) se sumaron a los baluartes del sindicalismo nacional, 7.000 al sector extractivo y 72.000 a la industria manufacturera; pero 10 veces más personas (750.000) se ocuparon en el comercio (informal), la construcción, el transporte, y en restaurantes, bares y cantinas.
Por otra parte, los servicios financieros e inmobiliarios aumentaron 130.000 empleados, casi el doble que el industrial; finalmente, a la administración pública (y los servicios sociales) se sumaron 200.000 personas, tres veces más que a la industria. ¡Los dirigentes en comisión no hicieron su tarea!
Pero las malas noticias para los sindicalistas no terminan ahí porque la base proletaria que sustenta a los movimientos laborales organizados está en retroceso. En el sector extractivo, YPFB es un ente burocrático-administrativo en esencia y la expansión de la minería está en el cooperativismo. Por su parte, la desindustrialización de nuestra economía es inocultable.
Los datos del registro de comercio muestran que casi el 80% de las unidades productivas en manufactura son microempresas unipersonales o con poco aporte al empleo formal. Factores como el contrabando –alentado por las políticas monetarias y fiscales y por la precariedad del empleo– nos han llevado a que las importaciones pasen de ser el equivalente del 38% del consumo de los hogares en 2005 a casi el 60% en 2016: desplaza a la producción nacional (y al empleo que la producción genera) del mercado interno en favor de las economías vecinas, lo que retroalimenta la precariedad y aumenta el empleo informal, que subió del 60% a fines del período neoliberal a casi el 85% en la actualidad.
En síntesis, tener dirigentes muy bien pagados en la estructura de la COB no ha impedido que los sectores económicos con mayor potencial de liderazgo sindical sufran la contracción más acelerada de los últimos 60 años. ¿Qué hacen los “comisionados” para corregir estas amenazas al empleo? ¿Cómo se explica el silencio cómplice de los trabajadores que eligieron y mantienen por años a dirigentes que están destruyendo el empleo asalariado?
Descartando un proceso de intento de suicidio sindical colectivo, las explicaciones posibles de la actitud de los sindicalistas solo podrían estar en la ceguera política, la desinformación, la coerción o la prebenda, que se combinan en un ideologizado, amenazante y sonoro ¡amukis! (¡callados!) de los niveles superiores de la dirigencia.
Si este es el caso, es legítimo que desde la sociedad –porque, al final, todos pagamos el “sacrificado” trabajo de dirigentes en comisión– demandemos las explicaciones que justifiquen los “miserables” salarios que superan en decenas de veces el salario mínimo formal, al que ni siquiera pueden acceder miles de familias que sobreviven trabajando de sol a sol. Y las explicaciones también nos las deben las autoridades que han permitido este descontrol, por acción y por omisión.
Enrique Velazco Reckling, Ph.D., es investigador en desarrollo productivo.