El Club de la Corrección Política goza de miembros permanentes de renombre: La Academia Sueca (encargada de definir el Premio Nobel de Literatura, entre otros), el Comité Olímpico Internacional, Walt Disney Pictures, célebres universidades, y otros más con un corazón iluminado, cuyo buen comportamiento los hace dignos de la membrecía.
Y cuenta también con invitados ocasionales. Como la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas, que desempeña ciertas prácticas de la corrección, pero que no se adscribe del todo a ella. Pues una filiación incondicional supondría el sacrificio del más preciado derecho de sus integrantes: el ejercicio de la libertad de expresión. Ese que en Estados Unidos dificultaría que cualquier creador de memes terminara en la chirola (como pasa en otros indómitos lugares).
Tenemos entonces una Academia ecléctica cuya condescendencia se preocupa por otorgar los más importantes premios a mujeres, latinos, personas de raza negra, y demás representantes de “grupos minoritarios”; pero que continúa promoviendo -unas veces con menos fortuna- chascos destinados a burlarse de la condición física de alguno de los distraídos invitados a su evento más televisado.
La pasada noche de entrega de los Premios Óscar, el comediante Chris Rock hizo un chiste -tan deslucido como añejo- sobre la alopecia que padece Jada Pinkett, esposa del actor Will Smith. El público rio y Will también. Luego, este advirtió la mueca de molestia de Jada y la culpa lo desbordó (su espontánea carcajada no fue bien vista). En su cabeza, el mejor modo de expurgar esa culpa era subir al escenario y propinarle una buena bofetada al chistosito maestro de ceremonias para terminar profiriéndole que sacara el nombre de su esposa de su “puta boca”.
Minutos después, gran parte de la audiencia bebía conmovida las lágrimas del actor mientras pronunciaba su discurso de agradecimiento por la estatuilla que ganaba por primera vez. Y aplaudía su segunda frase más famosa de la noche: “El amor te hace hacer cosas locas”.
Dejando a un lado el lugar común (difícil hallar una frase más manida que esa), lo cierto es que en tanto unos vimos un alevoso manotazo que exudaba inseguridad o estrés, otros vieron a un héroe que reaccionaba “como todo marido protector debe actuar”. La actriz Tiffany Haddish llegó a decir que ver a un hombre negro proteger a su mujer fue lo más bonito que ha contemplado nunca. Y no faltó quien comparó a Smith con Malcolm X… Puedo imaginar la frustración de estos buscadores de ídolos al leer la noticia que anunciaba el ingreso voluntario de su héroe a una clínica de rehabilitación para aprender a gestionar su ira.
Como hemos despojado la razón de nuestros análisis y nos concentramos únicamente en nuestros sentimientos, las apreciaciones sobre lo ocurrido durante los Premios Óscar tuvieron más que ver con las sensaciones que con los pensamientos. Y le dimos con ello voz a la corrección. Esa que anda buscando circunstancias en las que pueda herirse la hipersensibilidad reinante en estos tiempos para cancelarlas de inmediato.
El confuso Código de la corrección no nos permite una observación cabal de las cosas. Las pautas no son objetivas y las fórmulas para su cumplimiento dependen de la horma del sujeto-víctima y del sujeto-victimario. De ahí que las condenas o absoluciones se trastocarían si mañana el gracioso de la broma fuera blanco; si el que sufre el chiste fuera hombre; o si el violento del puñetazo fuera rubio o, mejor aún, una mujer. En un escenario nuevo, con un mismo acto pero con distintos actores, las apreciaciones éticas serían otras.
Darío Villanueva alerta que la corrección política constituye una censura perversa para la que no estábamos preparados “pues no la ejerce el Estado, el Gobierno, el Partido o la Iglesia, sino fragmentos difusos de lo que denominamos sociedad civil”. Esta corrección política -continúa el teórico y crítico literario-, “dinamita el ideal filosófico que la enseñanza universitaria debería alentar: ‘el regir nuestras conductas no exclusivamente por los sentimientos, los prejuicios o las pasiones, sino por la racionalidad, atributo privativo de nuestra especie’.”
Dado que la medida de la moral se ha vuelto tan gelatinosa, todos tenemos un chance de ser buenos (aun si somos de los que le metemos un chutazo en la cara al primero que se nos antoja). El afortunado violento de estos días es de raza negra, por eso no hubo manifestaciones callejeras denunciando la violación de derecho humano alguno. (Aparentemente las vidas negras importan solo si quienes las amenazan son de raza blanca).
Aunque en los hechos, como mencionaba Erick Fajardo en su reciente columna, el bofetón supuso un revés para el movimiento negro y una reafirmación de ciertos preconceptos culturales que ahora traerán a Will Smith “a la galería de mitos oscuros de la media como O.J. Simpson, Bill Cosby, Michael Jackson y Tiger Woods, que configuran el encuadre de prejuicios construidos sobre el negro americano cual inadecuado, propenso a la violencia”. Alguna que otra mujer pudo incluso recordar a algún novio violento, de esos que (¿como Will?) buscan pelea con otros hombres usándolas como excusa.
A los pocos segundos del sopapo, Denzel Washington se acercó a Will Smith para susurrarle: “Ten cuidado, en tu momento más alto, allí es cuando el diablo viene por ti”. Pero para entonces Smith ya estaba poseído. Parecía el Demonio de Tasmania. El de los Looney Tunes, de temperamento volátil y poca paciencia. Solo que Will no es un dibujo animado. Y verlo girar como un furioso tornado, como lo hace “Taz”, fue menos gracioso que cualquier chiste sobre la trillada calvicie.
Daniela Murialdo es abogada y escritora