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H Parlante | 17/01/2019

Rosa de cien años

Rafael Archondo Q.
Rafael Archondo Q.
El 15 de enero de 1919, hace un poco más de un siglo, el cuerpo inmóvil de Rosa Luxemburgo era arrojado, cual basura, a un canal de Berlín por exsoldados de la Primera Guerra Mundial, asociados horas antes con el fin de ahogar en sangre una huelga obrera en la capital. Ese, como el asesinato de Luis Espinal en la Bolivia de 1980, fue la advertencia certera de que se incubaba una tiranía desalmada.
¿Cuál el motivo de un odio tan desbordado? Rosa condensaba, en sus largos vestidos y su abreviada figura, todo lo que el nazismo despreciaba de forma enfermiza: era mujer, emancipada, insurrecta, igualitaria, eslava y polaca por nacimiento, alemana por decisión, judía por familia, enemiga de la guerra y las conquistas militares y agitadora de tiempo completo; un mal ejemplo consumado para los ojos de generales, gerentes de banco o burócratas sindicales. 

Pero Rosa no fue sólo una “amenaza roja” para los guardianes del sistema. También fue una voz incómoda en los cenáculos socialistas de su tiempo. Nacida en una región rusa de Polonia y transformada rápidamente en ciudadana alemana al amparo de su militancia en la socialdemocracia internacional, Rosa era un intersticio difícil de digerir. Concentraba en su cerebro y en sus maneras dos modos de ver el mundo, que muy pronto chocarían con violencia.

Entre los rusos y eslavos, ella era la portaestandarte de una cartilla de irrenunciables derechos democráticos. Luxemburgo se había acostumbrado al debate sin temores, a la prensa libre, a la arenga de plaza y a un partido legal, parlamentario, moderno y vigoroso en sus finanzas. Entre los alemanes, socialistas aristocráticos y jactanciosos, sin embargo, Rosa era el vehículo de una radicalidad euroasiática tercermundista, de un estilo bolchevique de resolver controversias vía acción directa y pistoletazos. Esa es la fascinación que Rosa despierta, pero también ese es el motivo de su olvido, de la sospecha que la envuelve, de la molestia de muchos por haberse atrevido a fustigar a tirios y a troyanos, por idénticas razones. 

Y es que Rosa se enfrentó a las dos burocracias: la aceitada maquinaria alemana socialista con tres millones de afiliados y una bancada de más de cien miembros en el parlamento y la perversa “nomenclatura” soviética, ocupante del Estado zarista al que prolongó y refinó, en vez de abolir, como había prometido.

¿Cómo olvidar sus ideas?, ¿sobre todo hoy que nos interpelan con tanta puntería? Rosa anunció proféticamente que una burocracia es el principal obstáculo de una revolución, y en paralelo, propuso que la única forma de vencerlo es construyendo un puente vital entre las luchas económicas por un mejor salario y las ambiciones políticas de los de abajo. Rosa estaba convencida de que las sociedades viven momentos de creatividad y empuje; que con el estallido de una huelga la rutina de la dominación llega a diluirse y dar paso a energías inéditas, desconocidas. Se daba cuenta de que la acción social y no la verborrea parlamentaria es la que nos acerca a la posibilidad de cambiar, primero la convivencia y luego las estructuras que nos maniatan. 

Rosa descubrió, en socialdemócratas perfumados en Berlín o bolcheviques desaliñados en Petrogrado, que cuando partidos y sindicatos montan una maquinaria de privilegios y linajes, la revolución está condenada a instalar una jerarquía, una pirámide de mando, en la que sólo se cambian las banderas de la cúpula para repetir las añejas opresiones.

Mucho antes de que las atrocidades de Stalin se hicieran estadística macabra, Rosa Luxemburgo ya le advertía a Lenin que sin democracia no habría socialismo. Tenía razón. Intuía que la única manera de liberar las inclinaciones emancipadoras de la gente era cuando ésta tuviera libertad para decir y hacer. Rosa entendía además que el modo en que se toma el poder condiciona la clase de gobierno que se organiza tras el asalto al Palacio. Quien llega al cargo en ardor de bayonetas, gobernará como cuchillero.

Sobrevenido el socialismo real, nadie quiso oír la voz de la Luxemburgo. Aún muerta, estorbaba, aún desechada en un canal de Berlín, su ideario fluía y se hacía impertinencia recurrente y censurable. En América Latina, Rosa tampoco fue capaz de competir con patriarcas como el Che, Fidel o Chávez. La aventura de un socialismo democrático sigue ahí, enclaustrada en el arsenal de tentaciones marchitas. Saquemos pues, un siglo después, el cadáver de Rosa del canal y agudicemos el oído para reocupar el intersticio en el que vivió y amó a plenitud.

Rafael Archondo es periodista.



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