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25/07/2020

Rellenos de papa para los vacíos de políticas de empleo digno

Antes de la pandemia, los primeros viernes de cada mes, el olor de la q’oa se apoderaba de la noche cochabambina. Entre otras razones culturales, con la paulatina extinción del empleo formal y el salto al vacío a la informalidad, las tradiciones rurales de ofrendar a la Pachamama conquistaron a una inmensa mayoría de habitantes urbanos que día a día se baten en busca de sustento. Se espera que la pacha dé una mano para tener suerte y que todo vaya mejor; que ayude a navegar las intranquilas aguas de un copadísimo e inestable mercado interno de bienes y servicios, en el que hay más gente vendiendo que comprando.

La lucha libre por la sobrevivencia se agudizó con el achicamiento del Estado en los 80 del 21060 (mediadas de relocalizaciones, cierres de industrias, etc.), pero no se detuvo con la “revolución democrática y cultural” de Evo (en el que teóricamente se crearon nuevas industrias y amplió el empleo e ingresos). Los datos de Gustavo Rodríguez Cáceres (2020) muestran que actualmente tan solo 10% de la Población Económicamente Activa (PEA) está empleada formalmente.

Nuestra informalización es internacionalmente relevante, tanto que un estudio del Fondo Monetario Internacional (2018) situó al país como el segundo con la mayor economía sumergida del mundo (promedio de 62.28) por encima de Nigeria, Guatemala, Haití y hasta Perú, este último la inspiración de las teorías de la informalidad de Hernando de Soto.

El fenómeno está tan extendido que hasta los sectores más boyantes como los extractivos de hidrocarburos y minería tienen a la mayoría de su empleo informalizado. Un estudio de mi autoría (2013) estimó que las petroleras más grandes terciarizaron hasta 94% de los puestos de trabajo entre la capitalización y el proceso de cambio, cuando el promedio sectorial en otros países de la región (donde también se flexibilizaron los mercados laborales) no superaba el 80%.

En el sector minero, tras el cierre de la COMIBOL, se erigió un sector novísimo, que solo existe de forma extendida en Bolivia, en el que casi un cuarto de millón de mineros se informalizaron para explotar por su propia cuenta y riesgo las viejas minas estatales y privadas: las llamadas cooperativas mineras que ocupan, como lo hacen los transportistas o comerciantes informales, la masa de empleo sectorial, son el resultado de la búsqueda de nichos de sobrevivencia en nuestro peculiar capitalismo andino amazónico salvaje.

Por supuesto que vivir en la informalidad equivale a vivir precariamente, a explotar y auto explotarse. De eso también nos habla el documental del relleno de papa. Detrás de un caso exitoso hay miles que no lo logran. La prosperidad no es sinónimo de estabilidad. La suerte pende de un hilo.

Con la pandemia este vivir al filo de la navaja se hace inviable para millones de personas que se ven empujadas al vacío. Un reciente informe de la ONU (Julio 2020) estima que para América Latina esta puede ser la peor crisis múltiple (sanitaria, económica, social y humanitaria) en un siglo. En Bolivia, esto significa que, a la lucha por el sustento en el mercado de trabajo informal, se suman, por ejemplo, algunas “nuevas clases medias”.

¿Qué bono alivia la precarización de casi toda nuestra población? Las medidas económicas anti crisis se han limitado a bonos de variopintas denominaciones. El Decreto Supremo 4272 “Programa Nacional de Reactivación del Empleo” destina apenas Bs. 100 millones a un denominado “Programa Intensivo de Empleo” orientado a la construcción de infraestructura pública para fomentar empleo de corta duración. Algo así como un PLANE de pequeñas obras.

En contrapartida, con dicho programa, se destinarían grandes cantidades de recursos públicos a salvar al sistema financiero de las consecuencias de la mora o el impago. Se crean: el FORE con 12 mil millones de bolivianos para financiar la reprogramación de créditos empresariales en ciertos sectores; el FOGASEC con 100 millones de bolivianos  para garantizar nuevas operaciones crediticias empresariales; el Fondo de afianzamiento de la micro, pequeña y mediana empresa con 120 millones para garantizar los créditos de estos sectores; y el FOGAVISS con 5 mil millones para garantizar la otorgación de créditos de vivienda a ser financiados con recursos del aporte patronal de vivienda. Inmensas cantidades que quizás de forma indirecta y tangencial fomentarán o mejoraran el empleo.

En contrapartida a ello, el decreto en cuestión propone reducir hasta un 20% de empleos públicos precarizados de las consultorías en línea. Un programa de empleo que quita empleos, una locura sin nombre.  

En este contexto, los despidos masivos en diarios de circulación nacional nos mandan otro mensaje. El Estado, nuevamente, no va a proteger los derechos laborales, ni siquiera el derecho al desahucio de quienes quedan en el aire. El mensaje es contundente: si quienes trabajan con el poder de su voz y letras no pueden hacerse escuchar ¿Qué le depara a otro/as trabajadores/as sin voz? La derrota de los/as periodistas marca un importante precedente en la nueva desregulación laboral. 

La desigualdad va a agudizarse porque el colapso del mercado laboral ofrece una inapreciable oportunidad para depreciar los salarios y abusar de la necesidad de empleo de las personas. Esto explica que, entre otras cosas, algunos/as periodistas que quedan con empleo callan y no se solidarizan con las/os que no. De un modo generalizado, el COVID podría ser la excusa para asestar el tiro de gracia a los últimos derechos laborales realmente existentes en el país.

Entre tanto, la COB y otros movimientos prefieren hacer campaña electoral y marchar por la legalización de curas milagrosos contra el COVID.

Marco Gandarillas es sociólogo.



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