Guillermo Capobianco Rivera se ha llevado
consigo un hato de secretos. Solo espero que en algún rincón de su biblioteca
haya tenido el gesto de esconder una libreta garabateada de cuero con candado
frágil o una grabación pulsada en medio de la penumbra. Allí quisiéramos hallar
un par de respuestas certeras a las interrogantes puntuales asignadas a su
generación, aquella que ya perdió en enero a Alfonso Camacho Peña, pero que aún
conserva a la troika formada por Paz Zamora, Araníbar y Eid.
Antes de su partida, a Memo se le debió haber preguntado cómo hacía para compaginar su trabajo como locutor de radio Grigotá, donde cultivó aquella voz que parecía haber salido de un túnel, con su labor de militante de la Democracia Cristiana. ¿Cómo estiraba las horas para estudiar en la “Gabriel” al mismo tiempo que juramentaba en magna asamblea de alumnos rebeldes al rector impuesto por las bases juveniles, aquel efervescente 1971?
Igual deberíamos saber qué hizo que Capobianco fuera el usuario pionero del nombre del MIR, cuando el 2 de junio de 1970, junto a muchachos como Oscar Eid o Adalberto Kuajara, tomara juramento a la directiva del nuevo sindicato de albañiles del barrio de Tacuarí. Qué locura, oye: organizar un acto bajo los retratos del Che y Bolívar en el corazón de la Santa Cruz falangista de la época. Mucha audacia, sí, que 14 meses después les cobraría factura.
Sobre sus años de plomo, Memo hubiese tenido que contarnos qué sintió cuando las ráfagas de ametralladora remecieron los muros de la Universidad el 19 de agosto de 1971, porque 50 falangistas dirigidos por Carlos Valverde Barbery habían rodeado el edificio y capturado a sus ocupantes. Nos hubiera recordado que él y sus compañeros se habían escondido providencialmente en la casa parroquial. Claro, eran gente de Iglesia, aunque de nada valió. No solo tuvieron que dejar sus armas, sino entregarse a aquellos coléricos civiles que operaban el golpe. Todos anticipaban un fusilamiento. Para su fortuna por allí se asomó Gary Prado, oficial honorable, quien dispuso su traslado a La Paz. Salvados.
A estas alturas de su vida, las preguntas para Memo se hubieran multiplicado como conejos. Y es que la lista de sus verdugos en los años 70 se transformó más tarde en la nómina de sus aliados, una vez que juró como autoridad de Estado. ¿Qué pasó?, ¿fue abatido el rencor?, ¿llegó el minuto del perdón?
En 1974, Capobianco ingresó a la cúpula del MIR, el partido programado para fulminar a Banzer. Camacho Peña nos ha dejado escrito que aquella era la tercera dirección nacional clandestina. Subido sobre ese peldaño, pudo enlistarse en el famoso seminario de Achocalla, donde siete dirigentes como él se plegaron a la teoría del entronque histórico: los hermanos Araníbar, Paz Zamora, Camacho, Eid, Alfonso Ferrufino y nuestro interrogado póstumo. Acertaron. El MIR se colocaba en el centro de la próxima coyuntura democrática, marcada por los triunfos de la UDP y la desazón de los conservadores que al no saber cómo frenar a la fórmula naranja, improvisaron ocho presidentes en cuatro años. Memo ya era diputado, en el departamento que impidió que Siles aterrizara. Otra vez, los falangistas.
El 17 de julio de 1980, varias horas antes de que el turbión homicida se llevara a Quiroga Santa Cruz, Capobianco debía subirse, manos en la nuca, a una ambulancia en la esquina de Junín con España. Iba hacia la Federación de Fabriles para exigir respeto al ganador de las elecciones. La libreta con direcciones que guardaba en un bolsillo había caído afortunadamente en la acera, tras un culatazo en la espalda. Leti, su compañera de vida, la resguardaría minutos después. El aparato clandestino quedaba guarecido.
Sobre aquellos cinco días de cautiverio, a Memo habría que haberle preguntado, ¿volviste a ver al Turco Asís, el paramilitar que te pidió que no intentes una fuga, porque si no te mataría? Le obedeciste y gracias a ello, no solo te llevaron al Trompillo para encaminarte hacia el exilio, sino que hasta hubo churrasco de despedida. Como cuentas en tu testimonio de militante, los que los tenía presos, “eran todos cruceños de la clase media popular”. Cuatro años más tarde tú serías el cuarto ministro de Urbanismo y Vivienda de la UDP; ellos, nada.
Pregunta final, Memo: ¿por qué el 5 de diciembre de 1990 no instruiste cercar a hierro la casa de la Abdón Saavedra, no tomaste un megáfono y desde el techo de alguna camioneta, no conminaste a los secuestradores de Lonsdale para que se rindieran y lo dejaran libre?
Rafael Archondo es periodista.