A los masistas de la época de Evo Morales les encantaba levantar el puño izquierdo y llevarse la mano derecha al corazón. Así, no solo se identificaban con los revolucionarios de la década de los sesentas, sino que además añadían un toque local producto de la imaginación de su “jefazo”.
El entusiasmo por el puño llegaba a una especie de paroxismo en las ceremonias de posesión de las autoridades y obviamente en otras concentraciones públicas en las que, a veces, el puño devenía en puñete para ajustar cuentas con los adversarios internos o externos.
Y ahora parece que la historia de este símbolo pretendidamente revolucionario llegó a su fin. En las posesiones el presidente Arce ha optado solo por llevarse la mano al pecho y los nuevos funcionarios incluso se atreven, sin miedo, a desempolvar la señal de la cruz.
No es que el crucifijo o la biblia presidan hoy los rituales políticos, ni que un credo se imponga sobre los otros (por suerte) Lo que pasa es que levantar el puño ya no es obligatorio o, en todo caso, no es pertinente, porque implica lealtad a una simbología del pasado y, posiblemente una alusión a cierta actitud autoritaria y abusiva con la que algunos ya no quieren ser identificados.
Las diferencias entre facciones del MÁS llegaron a esos pequeños detalles. Ya no se ven, por ejemplo, los elegantes sacos diseñados originalmente por Beatriz Cañedo Patiño con referencias a las culturas indígenas.
Parece que se acabó el tiempo de los disfraces y se optó porque la gente elija su vestimenta sin poner mucha atención en una pretendida formalidad ancestral.
El gobierno dejó la máscara indígena y permite ahora que asome el rostro del mestizaje, aunque esa categoría haya quedado excluida de la boleta censal.
El proceso de des-indianización gubernamental está en marcha, pero no tiene que ver con una renuncia a los postulados de la inclusión, sino con una línea estratégica que apunta a romper las polarizaciones indio-blanco/pobre-rico/oriental-andino, que sirvieron a otros para reinar en un país dividido y confrontado.
Conservar o aumentar los votos implica algunos sacrificios o renuncias al decorado vigente hasta hace poco, e incluso supone dejar en el depósito algunos retratos incómodos o reservarlos para ese otro ritual de la política que es el olvido.
Pasar del puño cerrado a la palma abierta, la cruz o cualquier otra señal sería entonces parte de un nuevo lenguaje, más tolerante, de una otra manera de administrar el poder, más centrada ahora y paradójicamente en diferenciarse del “amigo” que del “adversario”.
La idea tiene que ver con reafirmar la lealtad a un proyecto más que a la personalidad que quiso encarnar de manera exclusiva el proyecto, y eso significa también plantear disyuntivas a la hora de elegir un camino o el otro.
Todo es parte del fuego cruzado, de un campo de batalla en el que las lealtades se construyen desde las trincheras de la forma y el fondo. De la guerra con el otro a la polarización interna, el viaje del MAS sigue por un camino incierto, no exento de antiguas facturas, cuentas no saldadas del todo y, como se ve cada vez con mayor frecuencia, víctimas del ´fuego amigo´.
Catorce años de ejercicio ininterrumpido del poder dejan legados y rastros, hitos de gestión y huellas culposas, errores y también delitos. Por eso los que llegan suelen romper con el pasado, aunque eso suponga mover el pedestal sobre el que reposa la imagen de los ídolos.
Bajo esa nueva lógica, no basta con proclamar afinidades. Hay que practicarlas y añadirlas al ceremonial político para despejar toda duda. Más que nunca el presidente necesita saber con quiénes cuenta y, en ese afán, bien vale parafrasear el dicho aquel de “por sus puños los reconoceréis”.
Hernán Terrazas es periodista y analista