Pathos
Cuando el odio infecta a una sociedad, se filtra en el torrente vital de la
vida cívica como una toxina de acción lenta, enfrentando a los vecinos y
corroyendo los lazos que unen a los individuos en un colectivo vibrante. El
daño profundo causado por el odio no reside únicamente en los conflictos
visibles, sino en el lento deshilachamiento de la confianza mutua, la empatía y
los mismos mecanismos que permiten a las comunidades cohesionarse y gobernarse.
En el pensamiento griego antiguo, la palabra phatos –raíz etimológica de
“patología”– abarcaba mucho más que la enfermedad individual. Phatos designaba
una dolencia colectiva, una aflicción capaz de apoderarse de las mentes y
espíritus de comunidades enteras. No era simplemente la presencia de un
sentimiento negativo, sino la putrefacción de la animosidad y el desprecio: una
patología del alma que, si no se controla, puede extenderse como metástasis por
la polis.
Los griegos comprendían que cuando el phatos tomaba a una sociedad, no sólo
alteraba el comportamiento; deformaba la percepción, convirtiendo a los
conciudadanos en adversarios. La empatía, esa virtud cívica tan vital, se
marchitaba bajo el peso de la sospecha y el resentimiento.
Némesis
Sin embargo, phatos es solo la mitad de la narrativa. Los griegos también
advertían sobre la némesis: no solamente la diosa de la venganza, sino el
concepto de enemistad implacable e irreconciliable. En el ámbito de la vida
social, némesis significaba más que castigo. Describía un ciclo de hostilidad
en el que las heridas nunca podían sanar, las injusticias no podían repararse y
los adversarios se transformaban en enemigos permanentes.
Si el phatos era la infección, la némesis era la fiebre en aumento: el descenso
de la sociedad hacia la lógica de la venganza y el desquite.
Tanto el phatos como la némesis eran más que ideas abstractas en la filosofía
griega. Eran realidades vividas, fenómenos que exigían la atención de
pensadores, poetas y legisladores. Las tragedias de Esquilo y Sófocles están
repletas de advertencias. Cuando se permite que el odio se pudra, cuando la
némesis dicta las relaciones entre ciudadanos, el tejido social se deshace con
una rapidez alarmante.
La consecuencia más trágica es la destrucción de la empatía, que es la piedra
angular de la democracia, pues permite a los ciudadanos verse reflejados unos
en otros, deliberar juntos, aceptar el compromiso y perseguir el bien común.
Las sociedades infectadas por el phatos y dominadas por la némesis pierden la
capacidad para el sufrimiento compartido y la comprensión mutua. El lenguaje
del “yo” y “ellos” reemplaza al inclusivo “nosotros”. El discurso público se
degrada en acusaciones y contraacusaciones, y las instituciones de la
democracia –tan dependientes de la cooperación y la confianza– comienzan a
fallar.
Los pensadores griegos entendían que, para preservar la democracia, una
sociedad debía cuidar con esmero su salud interna. Esto significaba no sólo
resistir las seducciones del odio, sino también rechazar la espiral de la
némesis: buscar la reconciliación cuando fuese posible y alimentar siempre la
posibilidad de renovación.
Cuando estos esfuerzos fracasan, y el phatos y la némesis gobiernan la esfera
cívica, la democracia colapsa no en un golpe repentino, sino en una erosión
gradual y casi imperceptible de sus fundamentos.
Lección para Bolivia
En nuestro tiempo, las advertencias de los griegos siguen siendo urgentes.
Permitir que el odio circule libremente es abrir la puerta a nuestra propia
ruina. Abandonarse colectivamente a la némesis es descartar toda esperanza de
comunidad. Sólo reconociendo y resistiendo estas antiguas dolencias podrán las
sociedades proteger su herencia más preciada: la capacidad de vivir, deliberar
y soñar juntos.
Particularmente a partir de la ideología totalitaria y excluyente que nos trajo
el Movimiento al Socialismo en los últimos 20 años, las campañas electorales
sucias se han instalado e intensificado en Bolivia, incluso por parte de
algunas candidaturas opositoras, con enorme fuerza destructiva. No son simples
estrategias electorales ideadas por mentes crueles y subalternas. Ellas
producen ganadores instantáneos y efímeros, pero destruyen nuestro tejido
social mismo. Con ellas todos perdemos, incluso sus promotores, cuando llegan a
decir que solo pueden ser persuadidos “a bala”.
Si no se les pone un alto a tiempo, lo que está en juego no es solo una
elección ni incluso solo la democracia, sino la subsistencia misma de nuestro
cuerpo social; de Bolivia misma como nación civilizada.
Ronald MacLean enseñó en Harvard; fue alcalde de La Paz y ministro de Estado.