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15/06/2021
Con los pies en la tierra

No, “trabajar por la gente” no es una beca con lujos

Enrique Velazco R.
Enrique Velazco R.

Brújula Digital|15|06|21|

La población ocupada no asalariada, más del 70% del total, rechaza medidas restrictivas para controlar la tercera ola del COVID porque, quedarse en casa, implica no tener pan. Están tan afectados, que prefieren la probabilidad del contagio a la certeza del hambre; al hacerlo, presionan el sistema de salud y aumentan el riesgo a quienes enfrentan al virus en primera línea que, paradójicamente, los gobiernos han tenido impagos por meses.

Superar la crisis sanitaria y económica demanda algún grado de sacrificio para todos, sin excepciones; pero, un ensayo de INASET a ser publicado, muestra que la mayoría de políticos y funcionarios públicos, especialmente en cargos administrativos superiores, están libres de las preocupaciones económicas que empujan a la gente hacia las calles.

Entre 2005 y 2017, el ingreso laboral mensual promedio de toda la población ocupada aumentó en 2.000 bolivianos; el del segmento de empleo doméstico, en 1.000; los de empleo semiempresarial, empresarial, y familiar, en 1.800; el del estatal, en 2.850 bolivianos, colocando a este segmento del mercado de trabajo como el de mayor ingreso promedio. Supera al de todas las actividades económicas productivas no extractivas que generan empleo: en 2017, era 250% mayor al ingreso del sector agrícola; 60% mayor al del promedio general, al de la industria, del comercio, y del turismo; y 30% mayor al de la construcción; y es prácticamente igual al ingreso en la intermediación financiera.

En general, tanto en términos nominales como en reales, las remuneraciones y salarios en el sector público aumentaron 1.5 veces más que los de la actividad privada en su conjunto; sin embargo, son los actores económicos privados los que cargan el peso de los efectos económicos de la pandemia, y son quienes, además, pagan los altos salarios a la administración pública a través de los impuestos.

Las medidas concretas de austeridad en la planilla pública, como aporte anti-crisis, son insignificantes: los recortes anunciados bordearían 500 millones de bolivianos (70 millones de dólares), frente a un Presupuesto General que, en 2021, consigna una recaudación tributaria de 42.000 millones de (6 mil millones de dólares), pero destina 49.500 millones de bolivianos (7.200 millones de dólares, un 18% del PIB) al pago de sueldos, salarios y aportes de unos 500.000 “servidores públicos”.

Es decir, se incurrirá en un déficit de más de mil millones de dólares para mantener el alto ingreso de la burocracia pública pagada por la ciudadanía. Pero, como los sueldos se “asignan a las sillas” –a las que se accede por influencia u obsecuencia política, no a la idoneidad o a la productividad de quienes las ocupan, el resultado será más ineficiencia, corrupción y ausencia de metas comunes que son, cada día, más evidentes. Opiniones documentadas de profesionales reconocidos, demuestran la pobreza de los resultados o los abiertos fracasos en áreas tan sensibles como hidrocarburos, litio, áreas protegidas, salud, educación, acceso a internet (y al mar), y, por si hubiera alguna duda, el desastre de la justicia.

Parece que, la seguridad de un holgado ingreso, permite a políticos electos y a su burocracia designada el lujo de mostrar su “preocupación” por la gente politizando la llegada de vacunas; culpando a otros por las enormes deficiencias en el sistema de salud; anunciando medidas puntuales, inconexas y todas luces insuficientes, para reactivar y diversificar la economía; abriendo cientos de procesos a un año de gestión para tapar los escándalos de 15 años precedentes; o, como nos acaban de mostrar, usando la ALP para imponer el “tinku-golpe” en lugar de concertar las bases de la institucionalidad que permita superar la crisis y cambiar la realidad de lacerante y extendida pobreza.

Por eso, los salarios de lujo de la alta burocracia, están entre ofensivos e inmerecidos. En este escenario de irracionalidad, los políticos se perciben ungidos de poder y autoridad plena sobre vidas y hacienda; creen que son “padres y madres de la gente” (Diputado Antonio Colque dixit); y capaces de adecuar las normas a sus intereses. Han invertido la pirámide de la democracia, colocando al “mandatario” y a su entorno en la cima, apoyados en una buroparasitocracia designada para controlar, servirse, y “pisar y pasar” sembrando nabos sobre las espaldas del “soberano”. A esto, que equivale a una auto-conferida beca de lujos sin necesidad de tener notas mínimas, hoy llaman “trabajar por los más pobres”.

Pero, en la democracia, “la gente” somos, efectivamente, el soberado en la cima de la pirámide. Y todas las personas que elegimos –partiendo por el primer “mandatario”, son eso: personas a las que damos un mandato para administrar el Estado en beneficio de la gente, con la responsabilidad de designar a las personas más idóneas para hacerlo, de manera eficiente y transparente, desde la base. Trabajar por los más pobres en esta democracia tiene, como primera meta, lograr que sacudan sus espaldas para que pongan las cosas en el orden correcto.

*Investigador en desarrollo productivo



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