Tengo
la ventajosa manía de subrayar frases sueltas o párrafos enteros de las novelas
que leo, a las que sé, regresaré en algún momento. Acabo de volver, luego de 10
años, a unas líneas de 98 segundos sin sombra de Giovanna Rivero, que empieza
con esta reflexión de su protagonista: “Siempre pienso en cuánto odio a mi
padre y en cómo nuestras vidas, la de mi mamá y la mía, podrían convertirse en
algo fantástico, una fábula, tan solo si él tuviera la decencia de morirse”.
Sucede que por azares literarios he leído, sin proponérmelo, una sucesión de libros cuyos personajes principales, todos reales, dan cuenta de la relación con sus padres: de estrecho amor o de estrecho aborrecimiento. Lo primero enternece, lo segundo conmociona.
Aun tratándose de una narración ficticia (no es Rivero la que habla, sino su entrañable Genoveva), esa confesión de odio al padre podría ser solo un llamado brusco de atención al lector, que no trasciende a los sentimientos de la autora. O bueno, no lo sabemos.
Quien no tuvo esa pretensión de irrealidad es el guatemalteco Eduardo Halfon, que resuelve “matar” a su padre de carne y hueso –uno a la vez tirano y ausente, uno al mismo tiempo castrador e indiferente– a través de su libro Saturno. El relato discurre por una extensa lista de autores suicidas (lo que haría pensar que Halfon anuncia algo catastrófico), que le sirven al escritor como coartada –varios de esos literatos antes de matarse odiaron a sus progenitores–, solo que Halfon no opta por eliminarse a sí mismo, sino al padre. El hijo se come a Saturno. De ahí que la obra sea una carta, como el “pliego de cargos” que le escribiera Kafka a su padre, de reproche desesperado. “Usted murió sin despedirse padre… Pero nunca lloré su muerte... Usted se marchó sin jamás haber estado... Usted murió cuando yo nací. Yo entré al mundo un huérfano, padre”…
Y en ese no sufrir la muerte del progenitor, Alfonso Goizueta comienza La sangre del padre relatando cómo, a la muerte de Filipo II de Macedonia, su hijo Alejandro (Magno) había sentido poco más que la indiferencia de un desconocido. Que para evitar que el pueblo creyera que él había asesinado al rey (pues había sido incapaz de derramar una lágrima), su madre le pidió que fingiera dolor, pero Alejandro, luego de buscar entre sus recuerdos alguno que pudiera soltarle una lágrima antes de que alguien notara su frialdad, habría advertido que su memoria estaba vacía. Alejandro Magno “jamás supo lo que era el amor de un padre”.
El que sí conoció ese amor, es el novelista colombiano Héctor Abad Faciolince, que en El olvido que seremos (título sacado de una frase de J. L. Borges) narra el asesinato de su padre en la Colombia convulsa de los 80. Un hombre esencialmente bueno, cariñoso y “casi siempre feliz”, que había educado a sus hijos con confianza; dentro de la cultura, los libros y la idea de que debían ocuparse de los más desfavorecidos y cambiar las cosas en su país (como venía intentándolo él). Esa muerte le causó a Abad un inmenso vacío, pues había tenido con su papá una relación de mucho amor.
Una pregunta clásica es si tenemos el papá que escogeríamos si volviéramos a nacer. Como alguien infería, si la pregunta fuera sobre la mamá, la respuesta sería predecible, sin embargo, la realidad nos demuestra que el papel del padre es bastante menos celebrado. Y es que llevamos siglos escuchando de tantos que abandonan el hogar o que, cuando se quedan, violentan a los hijos (como el padre de Kafka, el de Halfon o el de Alejandro Magno). Lo que provoca que las obras creadas a partir de estas relaciones filiales –inexistentes o abominables– sean más bien un ajuste de cuentas.
De ahí a pensar que estos seres no son capaces de la abnegación y el amor, es una sandez. Una consigna vacía muy propia de estos tiempos misándricos. El mismo Abad Faciolince reniega de la expresión común por estos lados que dice que “Madre no hay sino una, pero padre es cualquier hijueputa”.
Y es que en verdad decidí escribir sobre esas recientes lecturas desde la indignación, a partir de un cartel portado por un grupo de parisinas en una de las marchas del último 8M que proclamaba: “Un buen padre es un padre muerto”.
Puedo comprender el reclamo –en forma de grito desesperado o de texto inquietante– de un hijo a un padre autoritario, impenetrable o inalcanzable. Llego a entender el clamor al Saturno que devora a sus hijos para evitar que su presencia los perturbe o los desplace (me viene a la memoria un amigo recordándole al padre su intransigencia y arrogancia mientras enterraban su ataúd, como otro modo algo tardío de ajustar cuentas…), pero no tolero la negación de la existencia de los muchos padres como el de Héctor Abad, quien en ocasiones provocaba que su hijo le rogara “que no lo adorara tanto”.
Daniela Murialdo es abogada.