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H Parlante | 24/01/2019

Monje ha muerto

Rafael Archondo Q.
Rafael Archondo Q.
En medio de la rotunda indiferencia del periodismo nacional y del silencio de los portavoces políticos al uso, ha muerto en la ciudad de Moscú, la capital de Rusia, Mario Monje Molina, el que fuera máximo líder del Partido Comunista de Bolivia (PCB).  Nacido en Irupana, Sud Yungas, de profesión maestro, a sólo dos meses de cumplir sus 90 años, el camarada “Estanislao” era, como su distante desaparición física lo acredita, “un cadáver político”. Ya nada ni nadie, ni siquiera este puñado de párrafos, podrá resucitarlo.

En los hechos, Monje murió en vida aquel 31 de diciembre de 1966, cuando se desayunó con la noticia de que Ernesto Che Guevara no sólo estaba en Bolivia, sino que conducía, desde ya casi dos meses, un grupo de hombres armados, muchos de ellos, militantes del partido que él dirigía y todos reclutados por el aparato militar cubano a espaldas de la organización partidaria.

Hasta ese momento, los cubanos habían organizado un foco guerrillero en Bolivia sin siquiera consultar, y menos discutir, con los comunistas locales. En un acto de deslealtad prepotente, que las víctimas jamás se atrevieron a señalar públicamente, el llamado “Departamento América” preparó, desde La Habana, “una guerrilla para el Che” (tipificación certera de Humberto Vásquez Viaña), sin que el PCB pudiera rechistar siquiera. 

Hasta donde sabíamos, “internacionalismo” significa que la lucha no respete fronteras, pero que tampoco tenga un centro imperial. ¿Hasta qué punto este operativo no se parece un poco a aquel desembarco en Bahía de Cochinos, orquestado desde Miami en 1961?

En injusta contrapartida, hasta el último día de 1966, los comunistas bolivianos habían cumplido a cabalidad con todos los incómodos encargos llegados desde el Caribe. Trasladaron guerrilleros de norte a sur y de sur a norte, como ya se ha probado, incluso preservando una extravagante complicidad con el gobierno de Paz Estenssoro, hasta que éste finalmente tuvo que romper relaciones diplomáticas con Cuba en 1964, fuertemente presionado por los gringos. 

Con la instalación del campamento en Ñancahuazú, los cubanos dieron cuenta con lo obrado: o los bolivianos se subían al carro o eran arrollados. Monje optó por lo segundo y gracias a ello vivió para contarlo. “Te hemos engañado, no pudimos explicarte nuestros planes, pero estamos aquí”, así habrían sonado las tardías disculpas del Che Guevara en su conversación selvática de fin de año con Monje. 

Toda la charla entre ambos - la cual podemos reconstruir mejor gracias a las narraciones de Monje que por el Diario del Che - convalida que la razón política de nuestro irupaneño estuvo muy por encima de la razón militar del argentino cubano. La Historia le dio la razón a Monje, a pesar de lo cual su voz careció hasta hoy de audiencias. El Estado cubano optó por porfiar en su infalibilidad, dejando de lado el análisis riguroso de las condiciones sociales y económicas que hubieran llevado a descartar una acción voluntarista en el país.

El Che fracasó, pero Fidel fue capaz de transformar ese papelón operativo en una victoria política universal. A pesar de ello, tanta falta le hacía a Monje una lección sobre tácticas militares por parte del Che, como al barbado comandante le hubiera hecho bien una orientación sobre la realidad boliviana por parte de Monje. 

Constatado todo esto, ¿por qué seguimos convalidando la fábula falaz de que Monje traicionó al Che y a la revolución?  El Negro, como lo conocían sus camaradas, fue leal con sus ideas e incluso tuvo la decencia de no atacar a quienes lo engañaron y tuvieron el desatino de pedirle que entregue su vida por un método de lucha, con el que él no sólo discrepaba, sino que además resultó siendo una trituradora inútil de vidas a lo largo de todo el continente. 

Detrás de la historia de la ejecución moral de Monje está la vanidad de Fidel Castro, quien antes que reconocer ante el mundo que el “chovinista” de Irupana estaba en lo correcto, prefirió colgarle el cartel de culpable, lo cual, además de darle una explicación fácil para la derrota vergonzosa de la guerrilla en sólo siete meses, ayudaba a inaugurar el culto a la personalidad del Che. Lo increíble del caso es que esa idolatría se haya hecho ceremonial de Estado nada menos que en Bolivia.

Para quienes tuvieron la valentía, así sea sólo en la discreción de su hogar, de creer en Monje y no en el Che, nos queda la grata constatación de saber que tuvo una vida larga, mirando a sus hijos madurar en el seno de la sociedad rusa, abriendo sus horizontes lejos de las capillas sectarias de los adoradores del guerrillero heroico. Paz en la tumba del único boliviano al que no le temblaron las piernas para refutar a un mito.

Rafael Archondo es periodista.
 



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