Algunos por su naturaleza camaleónica, otros por circunstancias adversas que no dan tregua o, los menos, por un entusiasmo aventurero, los seres humanos gozamos de una capacidad adaptativa a nuevos entornos que ningún otro ser vivo tiene.
De ahí que cuando escuchamos a mujeres ucranianas contar cómo (el porqué ya lo sabemos) dejaron la fría ciudad de Poltava para migrar a la semidesértica Saltillo en Coahuila; o vemos venezolanos maquillando los rompemuelles de La Paz, nadie se pregunta cómo le harán ellas para tolerar el verano norteño, ni de qué modo sobrevivirán aquellos -que emigraron de la costa caribeña- para respirar a nuestros casi cuatro mil metros de altura. Nos preocupan sí, las fracturas emocionales, los destierros obligados y las familias estropeadas.
Nuestra estructura corporal está presta al cambio de hábitat, no sin cierto flagelo (conservo cicatrices del crudo invierno de nuestra llegada a Sucre por primera vez, luego de salir de Ciudad de México, con una larga escala en la estival Tegucigalpa). Es la intrepidez la que en ocasiones puede aflojar. El miedo a lo ajeno, a lo que nunca ha sido nuestro. A lo que hemos vivido solo a través de algún canal de TV cable como Nat Geo o TLC.
Hace meses, en una visita a Colombia, unos “conocidos cercanos” nos invitaron a pasar el fin de semana en el hotel ecológico del que son dueños, en Buritaca, un estuario en el que confluyen el río del mismo nombre -que nace en lo alto de la Sierra Nevada de Santa Marta- y las aguas saladas del mar Caribe.
Una vez aceptada la invitación (quién declina un llamado al Edén), nos llegó el correo electrónico con las “condiciones” de la estadía: Dada la “política de sostenibilidad”, las habitaciones no contaban con aire acondicionado, ni agua caliente (ya no digamos wifi). Hasta ahí, todo controlable.
El instinto de supervivencia tuvo que activarse llegada la noche, luego de la advertencia del mesero -mientras nos servía el último mojito de la velada- de que, como los baños de la habitación no estaban techados (cumpliendo su eslogan: “la mejor experiencia de relajación y encuentro con la naturaleza”), debíamos cerrar bien nuestras puertas si queríamos evitar que nos visitaran los murciélagos.
Una vez acostados y asegurada bien la puerta del baño, cerré los ojos dispuesta a emprender el descanso que solo un lugar paradisiaco como ese podía brindar. A los quince minutos mis pupilas se dilataron y las pestañas superiores se amalgamaron con mis cejas.
El búngalo en el que nos alojábamos quedaba en la mera playa, a solo cuarenta metros del mar. Nuestra puerta no tenía cerrojo. Las probabilidades de que algún disidente de las FARC residuales (estábamos en zona selvática) se aprovechara de turistas incautos en exhibición eran -si me preguntaban durante la vigilia- enormes. Así como grandes eran las posibilidades de que un caimán hambriento pasara por ahí y oliera algo digno de su cena. Para entonces, los murciélagos eran el menor de mis temores.
Por momentos aparecían destellos de optimismo cuando recordaba a Ingrid Bentacourt. Que luego de seis años de cautiverio en la selva y una operación de rescate tan controversial (por el uso indebido de emblemas como el de la Cruz Roja o el apoyo extranjero) como exitosa (no hubo un solo disparo), demandó al Estado colombiano (que la había rescatado) y le exigió el pago de unos siete millones de dólares como “compensación por los daños morales y económicos” emergentes del secuestro efectuado por las FARC. Con su estrambótica demanda, Betancourt no consiguió plata pero sí la creación de colectivos en las redes sociales pidiendo su devolución a la cautividad... Aun así, me aferré a la figura de la exrehén como única oportunidad de sacar rédito a mi estado de amenaza. Quién sabe y yo lograra algo llegado el caso.
Nunca una noche me había parecido tan larga, ni el canto de un gallo más esperanzador. En la mañana nos duchamos con agua fría -que es buena para la circulación-. Y con la mirada en el cielo radiante (suplicando que ningún pájaro gustara del champú anticontaminante de coco y quinua) me congratulé de estar viva.
Si me viera obligada a migrar a un bosque tropical, accionaría mi botón de aclimatación e invertiría en ansiolíticos. Pero mientras pueda mantenerme en este ecosistema seco y alto, agradeceré tener que preocuparme solo por que no entre una mosca al cuarto y se le ocurra zumbar. Eso sí, prefiero el canto de un gallo a la bocina del carro basurero; por muy musical que esta sea.