En la reciente conferencia de la CLACSO (México, entre el 7 y 10 de junio pasado), Álvaro García Linera enumeró varias señales del resquebrajamiento de los “modelos dominantes de acumulación capitalista y dominación imperial” que, hace 50 años, dieron lugar al neoliberalismo. Pero reconoció también que el “progresismo” instalado en varios países de América Latina desde fines del siglo pasado, muestra sus límites toda vez que los avances en el crecimiento y en la reducción en la pobreza y desigualdad empezaron a revertirse desde 2015.
Atribuyó este retroceso a tres causas: primero, al “agotamiento por cumplimiento”, porque “al haberse logrado las metas, la gente perdió motivación”; segundo, por haber reducido la pobreza sin modificar los sistemas tributarios; y, tercero, a la crisis del COVID.
Es evidente que AGL aún no ha superado sus problemas con la aritmética: el COVID llegó en marzo de 2020, cinco años después de iniciada la reversión de los avances progresistas. La otra causa referida por García Linera, que la pobreza se redujo sin haber introducido reformas estructurales en la institucionalidad dominante –que presuntamente la genera y perpetúa– sería en realidad una señal de un pésimo diseño, primero, y un indicador que las mejoras y luego su reversión no resultaron de políticas endógenas sino de factores externos. Y, sobre la tercera, sugerir que tuvimos una “sobredosis de felicidad” al haberse cumplido las metas sociales (¿cuáles?), suena bastante extremo.
Con ese diagnóstico, y usando “los pilares del modelo boliviano”, García Linera planteó cuatro propuestas de “reformas de segunda generación para mantener el progresismo latinoamericano”: primero, una reforma tributaria (un “gran coctel de impuestos” a los ricos); segundo, un Estado grande y fuerte como la base productiva del modelo; tercero, expandir la agricultura; y, cuarto, articular el capital bancario con el capital productivo.
Aunque recibida con fáciles aplausos en la CLACSO, la propuesta no tiene sentido si se la analiza con un mínimo de profundidad. El argumento pueril que García Linera usó en México para justificar impuestos a la riqueza es que “cuando hay problemas, o quitas dinero a los pobres, o impones impuestos a los ricos, porque no se puede inventar dinero de otra manera”. Para empezar, si de inventar dinero se trata, el Estado tiene el monopolio sobre su creación, de manera que, en principio, puede inventar todo el dinero que requiera (especialmente si tiene estrategias para evitar inflaciones). Lo que claramente hizo mal el progresismo que García Linera defiende, es haber malgastado los grandes recursos que tuvo disponibles gracias al aumento de los precios de las materias primas, en lugar de usarlos para generar condiciones que le permitieran a la sociedad acceder a nuevas fuentes diversificadas de ingresos (que es la forma productiva de crear dinero).
Subir impuestos es el mecanismo más directo que un gobierno tiene para retirar circulante del mercado. Al reducir el consumo, tiene efecto directo en la demanda, lo que determina, a su vez, los niveles de oferta, empleo, salario (ingreso laboral) y, lógicamente, incide en la pobreza, la desigualdad, y en las decisiones de invertir. Por ello, la política tributaria bien empleada, es una poderosa herramienta de gestión para el desarrollo, no solo para el crecimiento, pero que, lamentablemente, en los últimos 17 años, se empleó únicamente como medio para una recaudación de tipo extorsivo que estranguló a la economía formal y, muy especialmente, a la que genera valor y empleo digno.
Respecto a la diversificación productiva, en 2018 (Seminario Internacional de Economía, Banco Central de Bolivia), García Linera describió el crecimiento de la economía boliviana como “el ejemplo paradigmático del éxito del modelo progresista”, aunque reconoció que el proceso de cambio no hizo nada por la diversificación productiva: se infiere que la diversificación productiva liderada por el Estado no es una condición necesaria del modelo. Por lo tanto…
Finalmente, la propuesta del exvicepresidente de articular el capital bancario con el capital productivo, es el rasgo más capitalista y neoliberal que ofrece. El acelerado proceso de financiarización de la economía boliviana resultante de esa articulación está muy lejos de haber aumentado el ahorro de los más pobres, de incidir en el crecimiento productivo y, en general, de contribuir a la equidad y a reducir la desigualdad: entre 2005 y 2020 el ahorro acumulado del 99% de las cuentas de los bolivianos se redujo del 40% al 16% del ahorro total, mientras el del 1% de las cuentas “mayores”, subió del 60% al 85%; simultáneamente, en la estructura de la cartera (endeudamiento), mientras la participación del 1% bajó del 51% al 45%, el endeudamiento del restante 99% de las cuentas subió del 49% al 55%. En el período, los servicios financieros crecieron unas 3½ veces más que el PIB, mientras que los sectores intensivos en empleo –la agricultura no industrial, textiles, madera, etc.– crecieron menos de la mitad que el PIB.
En general, desde 2014, el incremento de la cartera bancaria supera el incremento anual del PIB, es decir que la deuda crece más que la capacidad de la economía para generar ingresos. Para hacer una última comparación, en 2008 el patrimonio del sistema financiero representaba el doble de las transferencias anuales de los bonos entregados (Juancito Pinto, Juana Azurduy y renta dignidad), 2019 representaba cinco veces más; únicamente los ingresos por comisiones y cambio de moneda (sin tomar en cuenta ingresos por intereses) de los bancos, que alcanzaron a 500 millones de dólares en 2021, habrían sido suficientes para pagar la totalidad de la renta dignidad de ese año.
En el muy superficial discurso de García Linera (y tan aplaudido por sus amigos) no hubo una sola mención a cómo avanzar hacia una economía de pleno empleo. Ese pleno empleo debería ser digno y eco-productivo, basado en la creatividad y esfuerzo humanos y no en los recursos naturales ni el capital, para ser la fuente de la creación de valor. La idea es que las personas y sus hogares, no el Estado ni los dueños del capital, sean los beneficiarios directos del crecimiento sostenido y sostenible. La propuesta del exvicepresidente sugiere que solo busca mantener el “progresismo de Rolex y etiqueta Azul” que beneficie a quienes se aferran al poder, mientras aplacan a la mayoría de la población con arengas, discursos encendidos y, especialmente, con el manejo discrecional de la institucionalidad pública.
Me pregunto si la propuesta de Álvaro es parte de un esquema de engaño deliberado, si él ha reflexionado en estos aspectos más allá de pocas repetitivas ideas cliché, o si realmente está perdido en laberintos de “irrealismo trágico”.
Enrique Velazco, director de INASET, es especialista en temas de desarrollo y empleo.