En
el año 2003, mientras Bolivia se preparaba para un octubre negro (el segundo
del milenio), yo estudiaba unos meses en Toronto. Llegué a esa ciudad –que me
era familiar- a tiempo para compartir el temor sanitario por el brote del SARS
(de haber conocido el Covid19, el miedo se habría convertido en psicosis). Ese
virus, que inmigraba desde Asia (¿discriminación?), infectó a cientos de
canadienses y enfermó su turismo.
Había entonces que curar ese turismo decaído. Así, aprovechando el verano, y que sus gélidos quince grados bajo cero se tornaban en unos “agobiantes” veinticuatro grados, se organizó un festival de rock que se llamó SARSStock. Los primeros reclutados fueron los Rolling Stones (que cerrarían la noche). Y es que –presumo- si Keith Richards se contagiaba una gripe, no causaría zozobra. De ahí se asomaron en la lista The Flaming Lips, Rush, AC/DC y no sé cuántas bandas más. Como el medio millón de asistentes al megaconcierto daba para todo (menos para un imberbe Justin Timberlake al que, para enojo de Richards, el público más rudo lanzaba cupcakes y botellas), sin importar quién estuviera en el único escenario, el regocijo era colectivo.
Debo aquí abrir un paréntesis que les pido perdonar: por esos actos de telepatía que practico con pasmosa habitualidad, mientras redacto este nostálgico texto, el periodista y melómano Ramón Grimalt, me lanza -desde su programa radial Radioterapia- American Woman. Precisamente la canción con la que la banda local The Guess Who, abrió su participación esa tarde del SARSStock. Cierro.
Por ese afán de los canadienses, más parecidos a los Flanders que a los Simpson, de ayudar al otro en lo que esté a su alcance y más allá, la organización del festival comprendía también los medios de transporte de la ciudad, que debían cubrir el desplazamiento de quienes llegaríamos de a poco -desde el mediodía- a ese lugar que solía ser un aeropuerto y saldríamos luego a borbotones, intentando volver a nuestras casas, afónicos por cantar You Can´t Always Get What You Want, sin poder llamar un taxi. Recuerdo el metro esa noche -en los tramos no subterráneos- con la gente desbordada. Parecía más una escena de una película de la Segunda Guerra Mundial, que de algún documental sobre Woodstock.
En la ida, un vecino de asiento –el sesentón de melena gris y chaleco de mezclilla que todos esperamos ver en esas situaciones- nos comentó que llevaba, pegados a su cuerpo, once “joints” (cigarros) de marihuana. Que como tenía derecho a ocho, estimaba que le quitarían un par y entraría tranquilo, lo que finalmente sucedió. Los guardias de su pasillo de entrada lo revisaron, confiados en que los canadienses no mienten, y le dejaron pasar la carga completa, con todo y su bendición. Mientras, mi prima y yo lidiábamos con otros agentes que secuestraban nuestros sándwiches recién elaborados y los tiraban al basurero de productos ilegales, e indagaban si no portábamos ocultos un pedazo de queso o unas galletas hechas en casa. Para ese momento ya sabíamos que la marihuana tenía ingreso libre, pero que la comida, para gozar de ese derecho, debía estar cerrada al vacío...
Una máxima aprendida en la facultad de Derecho dice: “La ignorancia no exime del cumplimiento de la ley”. Yo ese día ignoraba en exceso. Pero mi vocación legalista no me dejó alegar esa ignorancia frente a esas particulares normas. Y resolví someterme a ellas.
A la entrada, un colectivo trabajaba con ímpetu en una “obra social”: vendía tickets de cerveza. La alemana que llevo dentro calculó las ocho horas que quedaban por delante y me empujó a comprar seis latas. Reincidiendo en el desconocimiento de las disposiciones legales, busqué el quiosco de las cervezas sin suponer que no se podía consumir ninguna bebida alcohólica fuera de la zona cercada, situada a un kilómetro de ahí. No quedaba otra: si queríamos mantener el lugar que logramos por llegar temprano, debíamos caminar ese kilómetro, consumir la cerveza por la que ya habíamos pagado y volver antes de que las principales bandas comenzaran su show. Lo que no ocurrió. Escuché a lo lejos el clásico Tom Sawyer de Rush, empiné la última lata y emprendí una carrera hacia ellos. Logré llegar solo para presenciar el último acorde y su “¡Goodbye Toronto!”. Decidí callar ese vergonzoso hecho…hasta hoy.
Con los sándwiches confiscados, las seis latas de cerveza consumidas, el vaho de marihuana que invadía el campo, y el aprendizaje jurídico, quedaba sentarse a ver cómo Angus Young de AC/DC revelaba sus boxers con la hoja de arce (símbolo patrio de Canadá) durante su canción The Jack; y dejar que más tarde la embriaguez llegara al cénit con Miss You, de la banda más grande de ese día y todos los restantes.
Daniela Murialdo es abogada y escritora