La última evaluación del Directorio Ejecutivo del FMI a las políticas económicas del país ha generado fuertes reacciones desde los más altos niveles de gobierno, al extremo de haber llevado el tema a la Asamblea General de la ONU.
Desde que, en 2006, el Gobierno boliviano “rompió” con el FMI declarando que no adoptaría las recomendaciones del organismo multilateral respecto al manejo de la economía, la relación ha sido agitada. Pero pesar del rompimiento público, el FMI manda mensajes que elogian el manejo macroeconómico y la tasa de crecimiento, la acumulación de reservas internacionales, la solidez del sistema financiero, el control de la inflación y los “bonos”. El Gobierno, a su vez, nunca dejó de aprovechar esos “piropos” en su estrategia comunicacional para posicionar la supuesta validez internacional del Modelo Económico Social Comunitario Productiva.
Sin embargo, al margen de la rencilla pública, las autoridades bolivianas coinciden en aplicar la neoliberal receta fondista de “crecimiento económico con una meta (baja inflación), y una política (monetaria)”, que es la base del Programa Fiscal-Financiero que anualmente suscriben el Ministerio de Economía y el Banco Central. Sin embargo, sorprende que, coincidiendo con las evaluaciones anuales del FMI, los programas fiscal-financieros bolivianos no incluyan las palabras “empleo”, “productividad” o “valor agregado” –claves para superar la pobreza–, ni en los diagnósticos ni en ninguna de las metas.
Las diferencias reales entre el FMI y el gobierno boliviano han estado en temas como el déficit fiscal y el tipo de cambio y en las medidas necesarias para controlarlos, temas en los que la posición del Gobierno parece irreductible. Finalmente, ambos, Gobierno y FMI, en mi modesta opinión, están equivocados en sus lecturas e interpretaciones sobre la reducción de la pobreza y, en general, sobre los efectos sociales del crecimiento a los que hace referencia el piropo con el que el FMI inicia la evaluación de 2022.
Ya en 2011, respecto a la evaluación de ese año, hice notar que haríamos bien en tomar una prudente distancia de las felicitaciones con las que el FMI adorna sus evaluaciones (Página Siete, “FMI: Amores que matan”). En el presente caso, el FMI destaca que Bolivia habría logrado avances importantes en la reducción de la pobreza porque “el PIB per cápita se triplicó desde 2005; los programas sociales y salarios más altos mejoraron la distribución del ingreso, bajando la tasa de pobreza del 66,4% a 36,3%; la pobreza extrema se redujo de 45,3% a 11,1% (…). Se trata de logros importantes y duraderos”.
La frase final (“Se trata de logros importantes y duraderos”) es un juicio de valor que implica la existencia de bases que sustenten un crecimiento sostenible. Aunque hay inconsistencias en las cifras con las que el INE y UDAPE estiman anualmente los perfiles de pobreza –que podrían incluso llevar a inferir “olores de cocina”–, los resultados no apoyan el gran optimismo del FMI.
Efectivamente, según los perfiles de pobreza, entre 2006 y 2020 la población total de Bolivia aumentó en 2,13 millones de personas, y la población ocupada en 1,15 millones; la pobreza moderada se redujo en 1,17 millones y la extrema en 4,15 millones de personas. Pero si analizamos los detalles, veremos que el 95% de la reducción global de la pobreza moderada se verificó en el eje central y en menores de 25 años, pero aumentó (¡!) en 5% en mayores a 64 años.
También 700 mil personas con escolaridad entre cero y ocho años salieron de la pobreza, pero 400 mil con entre nueve y 12 años de educación cayeron a la pobreza. Apenas el 1% de los 1,15 millones de personas que se sumaron a la fuerza laboral ocupada lo hicieron en sectores “transables” (agricultura, hidrocarburos y minería e industria) mientras que el 99% fue a “no transables”: comercio, servicios, construcción, finanzas y transporte; 830 mil personas (el 72%) pasaron a engrosar el empleo informal, 350 mil al formal y se perdieron 30 mil empleos para empleadas del hogar.
Sigamos: el ingreso per cápita familiar habría aumentado Bs 877, de Bs 546 Bs 2006, a Bs 1.423 en 2020; pero en el sector formal aumentó en Bs 75 mientras que el del informal los hizo en Bs 2.100. En general, el ingreso familiar per cápita aumentó 2,6 veces; el del sector informal aumentó seis veces respecto a 2006, más que se triplicó para personas con niveles de escolaridad entre 0 y 5 años, pero para personas con más de 12 años de escolaridad el ingreso se limitó al 60% del promedio y al 40% para el sector formal. ¿Puede ser sostenible una economía que castiga –o que al menos no recompensa– el empleo productivo, la formalidad legal y la educación?
Si la evaluación del FMI usó los datos INE/UDAPE y concluye que los resultados del crecimiento y reducción de la pobreza son “importantes y duraderos”, me inclino a suponer que no realizó una evaluación digna de tal encargo; la explicación alternativa –que no tuvieron la capacidad de hacer– no es compatible con el costo de implican estas misiones. En síntesis, la situación podría compararse con la de una pareja en la que el padre lisonjea al hijo revoltoso solo porque es su favorito.
Porque, realmente, ¿cuán importantes y duraderos pueden ser los logros bolivianos si el propio FMI proyecta para Bolivia un crecimiento económico del 3,8% en 2022 mientras que para 24 economías subsaharianas pronostica crecimientos superiores al 4,3%, con crecimientos de entre 5% y 7% para 15 de ellas?
Por ello, la reflexión también va para los funcionarios de gobierno: las tendencias estructurales en las que se reflejan los efectos sociales de las políticas económicas de los últimos 16 años no son lo acertadas que pintan los discursos oficiales. Queda cada vez menos tiempo para rectificarlas o la realidad impondrá cambios traumáticos, como los que casi siempre son necesarios para corregir a los adolescentes alborotadores.
Enrique Velazco Reckling, Ph.D., es investigador en desarrollo productivo