Pese a todas las alertas, fui al cine con mi hijo de cinco años a ver la recientemente estrenada “Lightyear”. Sucede que Disney/Pixar se encarga -desde hace buen tiempo- de que encuentre distintas versiones del personaje de Toy Story en cada metro cuadrado de mi casa. Lo veo en forma de juguete y en sábanas. Y antes de entrar al dormitorio del pequeño devoto, debo limpiarme la suela de los zapatos sobre el rostro del guardián espacial ataviado con el casco transparente, impreso en un felpudo.
La película -que cuenta el origen del explorador interplanetario Buzz Lightyear- ha sido vetada en catorce países. Y es que Alisha, compañera exploradora de Buzz y uno de los personajes principales- se casa con una mujer -con la que se besa en la boca- y se embaraza. Escenas que para muchos son conmovedoras, pero que para otros (incluidos críticos de cine), debilitan la cinta por la exposición de la “cansina militancia tan obvia, idílica y acrítica” de los productores.
Nada de esto llamó la atención de mi hijo, a quien por el contrario, le surgieron otro tipo de dudas como el significado de la “hipervelocidad” y la “dilatación del tiempo”. Sé que no registró la secuencia de imágenes lésbicas, no porque le parecieran un hecho ordinario, sino precisamente porque, presumo, no pudo separarlas del resto de lo que para él era ficción.
Así como hace unos meses le había parecido irreal el comentario de un amigo del kínder, quien le contó que él no tenía papá, pero sí dos mamás (con las que, dicho sea de paso, trabé una amistad). En esa ocasión mi hijo respondió, sin darle ninguna importancia, que seguro debía de tener algún abuelo… Con lo cual incorporaba un elemento masculino a la situación y cerraba la conversación sin que alguno de los dos quedara desconcertado.
Crecí muy cerca de un tío homosexual que convivió con el novio (al que también llamábamos tío) hasta su muerte en la vejez. Repaso en mi cabeza las múltiples visitas a su departamento sin que el obvio ambiente matrimonial me causara inquietud. Fue solo como a mis ocho años que sentí la necesidad de preguntar por qué únicamente tenían un dormitorio con una sola cama. La respuesta de mi madre llegó sin eufemismos y sin necesidad de fórceps: “Es como si fueran esposos”. Tres minutos después, ese ya no era mi asunto, ni debí cuestionar mi propia sexualidad.
Quizás si -como los entusiasmados promotores de la ideología de género- alguna profesora me hubiera sentado a mis siete para ofrecerme toda la gama de posibilidades de identidad a las que podía aspirar, y hubiera irrumpido en el aula con organigramas sobre las diversas orientaciones sexuales, habría sido yo una confundida heterosexual de armario.
Un beso entre dos mujeres en una escena cinematográfica infantil no da para la cancelación. Estoy segura de que el compañero chiquito de mi hijo se sentirá cómodo y hasta aliviado con esa parte de la historia del film. Pero no me fío de la “buena fe” de Disney. La noto muy ansiosa por tomar la batuta del movimiento que ahora rige nuestra conducta y dicta los lineamientos para cernir a los inclusivos de los discriminadores; a los modernos de los cavernarios; a los buenos de los malos.
Aunque Disney no es la única. HBO -también en su afán por “reparar los errores del pasado”- logró que en un solo capítulo de “And Just Like That” (temporada final de Sex and the City), la hija de una de las amigas cambiara su nombre por uno “no binario” y en una entrevista con la directora de su colegio, esta explicara que al ser una escuela tolerante, acompañarían una eventual “transición”. Y que otra de las protagonistas se diera cuenta de que era lesbiana a sus cincuenta y tantos, y se enamorara de un (a) queer luego de un largo matrimonio heterosexual y de haber tenido relaciones sexuales solo con hombres...
La trama adaptada de modo torpe y forzado a la coyuntura, vuelven la serie previsible y anodina. Aun así, su público no necesita control parental ni a nadie que le explique lo que ahí ve. De modo que es más sencillo esquivar el intento de adoctrinamiento. Disney+ acaba de poner en su catálogo el spin-off “¡Baymax!”, que se centra en el adorable personaje de Big Hero 6, y que en uno de sus episodios muestra a un chico transgénero buscando tampones. Para él, claro. Parte de la crítica ha exaltado esa serie como un “ejemplo de inclusión, y sobre todo, de educación sexual para los más pequeños; quienes deben saber que los hombres también menstrúan”.
Hace tiempo me pregunto quién les ha otorgado a estos adalides de la moral la tutela de los hijos del resto. Si aún me lo permitieran, desearía poder ser yo quien le cuente al mío que la homosexualidad (bajo las mismas condiciones) es un tipo de relación amorosa tan natural y benigna como la relación de sus papás. Quisiera también poder confirmarle que sus profesores de biología aciertan al enseñarle que (con excepción de alguna afección) solo existen dos sexos. Y que, pese a que Disney le muestre lo contrario, a los hombres –“en principio”- no les baja la regla (aunque algunos de sus ejecutivos se lo merecerían).
Si Disney empieza a perder público no será porque la amiga de Buzz Lightyear se besa con su esposa, sino porque habrán apostado a una agenda que no tiene que ver con el entretenimiento de los niños.
Daniela Murialdo es abogada y escritora