El Estado gastó más de mil millones de dólares el 2023 en el financiamiento de cinco bonos sociales: la Renta Dignidad, el bono Juana Azurduy, el bono universal prenatal, el bono Juancito Pinto y el bono para las personas con discapacidad grave. De todos ellos, el que más desembolsos requirió fue la Renta Dignidad que costó $us 922 millones, es decir, el 86% del total. El segundo en importancia fue el bono Juancito Pinto, muy atrás con solo $us 68 millones.
Mil millones de dólares es una barbaridad de plata para nuestra pequeña economía. Para ponerlo en términos relativos, mil millones de dólares representan la tercera parte del déficit fiscal y el 60% de nuestras reservas internacionales a diciembre del año pasado. Recuerde, además, que el subsidio a los hidrocarburos, el principal factor que explica nuestra tragedia fiscal, se sitúa no mucho más arriba en $us 1.400 millones al año. No es, entonces, una exageración, los bonos son un componente preponderante de las cifras rojas que obligan al gobierno a comerse vorazmente las reservas internacionales.
El financiamiento de la Renta Dignidad proviene del 30% del Impuesto Directo a los Hidrocarburos y de las utilidades de las empresas públicas. Como todos sabemos, sin embargo, el IDH ha venido cayendo sostenidamente desde que se acabó la bonanza del gas el 2014. Ese año, el IDH llegó al récord de $us 2.241 millones, pero este 2024 llegará a solo $us 812 millones, es decir, la tercera parte de ese valor histórico. Por otro lado, las utilidades de las empresas públicas son un unicornio: no existen. Así las cosas, el gobierno debió recurrir el 2022 a tratar de financiar la Renta Dignidad con las utilidades de la Gestora Pública de Pensiones, lo cual pone en riesgo el funcionamiento de esta agencia y los ahorros que administra. Digamos, entonces, las cosas como son: los bonos ya no son sostenibles y están causando un desajuste fiscal de proporciones.
Es cierto que los bonos tienen un efecto positivo sobre el ingreso de las familias y sobre la reducción de la pobreza. Las magnitudes de ese efecto no parecen ser, sin embargo, muy grandes. Un estudio de la CEPAL concluye, por ejemplo, que la pobreza total rebajó en Bolivia entre el 2016 y el 2017 solo un 0,1 punto porcentual, de 35,5 a 35,4, debido a los bonos (Cecchini et. al, 2021). Más optimista, un estudio publicado por el Centro Estratégico Latinoamericano de Geopolítica concluye que los bonos redujeron dos puntos porcentuales el índice de pobreza ese mismo año (Arancibia y Macas, 2019). Como fuere, es innegable que los bonos ayudan y muchas familias pobres aprecian tenerlos. La evaluación de políticas públicas, sin embargo, no debe centrarse solo en los beneficios, sino también en los costos.
Claramente, los bonos cuestan muchísima plata y son parte importante de los déficits fiscales. Los déficits fiscales, por su parte, son la principal razón por la que el gobierno se devora las reservas internacionales y la principal razón por la que no tenemos dólares. Sin dólares no hay combustibles, sin combustibles no hay producción, y sin producción no hay comida. El costo fiscal de mantener los bonos es, por lo tanto, altísimo. Al paso al que vamos, y con la continua reducción del IDH, al gobierno no le quedará más remedio que aumentar impuestos o crear nuevos para poder pagarlos. Esto generará menos incentivos productivos, menos empleo y más informalidad.
El otro costo importante de sopesar es el costo de oportunidad. ¿Qué pudiéramos haber hecho con mil millones de dólares? Si en el futuro el gobierno aumenta impuestos para lograr esta suma, nos deberemos preguntar qué hubieran hecho los individuos con ese dinero si no se los hubiéramos cobrado. Las actividades económicas que se podrían haber generado con esa plata (consumo o inversión) hubieran tenido efectos multiplicadores creando empleos, negocios, innovaciones, etc. ¿Es todo eso menos importante que el efecto de los bonos?
El mejor antídoto contra la pobreza no son bonos, sino empleo. Los bonos son transferencias que le dan a las familias el pescado. El empleo, en cambio, es darles a las familias la caña de pescar. Pero el empleo se crea cuando se mantienen cuentas fiscales saneadas que no pongan en riesgo la estabilidad macroeconómica, y reduciendo impuestos (e lugar de aumentarlos) respetando la libertad y la propiedad privada de la gente.
No hay, por lo tanto, escapatoria. Yo sé que decir esto no me hará muy popular, pero así nomás es la cosa: los bonos sociales deben eliminarse.
Antonio Saravia es PhD en economía (Twitter: @tufisaravia)
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