La preselección de candidatos a las elecciones judiciales -más de una vez he argumentado mi posición contraria a éstas, pero mientras permanezcan en nuestro ordenamiento jurídico hay que jugar con estas reglas- nos han traído un espectáculo mucho más entretenido que las dos anteriores veces que esto ocurrió.
Podría decirse que las anteriores eran más previsibles: una simulación de desinterés previo, una avalancha de postulantes y los “números puestos” por afinidad al régimen masista; todo bajo la sospecha de pruebas ya conocidas por los “elegidos”, sin mayor posibilidad de reclamo de fuerzas opositoras ante un esquema de poder secante. La disputa interna del MAS ha hecho más complejo el “cálculo” de intereses para la futura composición magistral del Poder Judicial, lo que le da un ingrediente de mayor suspenso al desarrollo de la carrera hacia el próximo sexenio.
Lo de “sexenio” es un decir porque, como ya sabemos, hay unos personajes que decidieron por sí y ante sí prolongar lo más posible su estancia en las cortes -se me antoja que les puede costar caro cuando, finalmente se vayan-.
Otro aspecto, aunque no nuevo, es la incertidumbre sobre la propia fecha de la elección –finalmente, ¿la habrá este año?–. Para la anterior también la había, eso sí, sin el factor “autoprorrogados”. Parecería ser que el Gobierno no tiene la intención de que la haya pero, por otro lado, de no haberla se activan de inmediato las primarias partidarias, en las que, si la cabeza del mismo, Luis Alberto Arce Catacora, se presenta, corre el riesgo de perderlas ante su archirrival, el cocalero. ¿Cuál será para don Tilín “el mal menor”?
Justamente para esquivar posibles juicios, varios autoprorrogados se postularon a cargos en otros órganos del Judicial –no es permitido hacerlo al mismo–. A la mayor parte, el truco les funciono hasta la “no objeción” de sus documentos; ya en la etapa de examen no pudieron pasar a la siguiente, es decir que lo reprobaron o, como se dice acá, se aplazaron -ellos y otros más, pero lo sugestivo, como manifestaré luego, está en sus casos-.
Sin tratarse de un autoprorrogado -el mecanismo de designación de vocales electorales es diferente y, por los tiempos sigue en ejercicio de su mandato- el caso del ciudadano Tahuichi es el más llamativo dado que es el sujeto más mediático de cuantos se postularon. En principio dijo que se sometía a las reglas y aceptaba su aplazo, pero ahora sale con que “He sido víctima porque me han robado mi postulación al cargo del Consejo de la Magistratura” y decidió impugnar su reprobación. Los argumentos que arguye podrían ser válidos, pero los esgrime sólo a raíz de su mala performance. Ya varios aspirantes habían rendido un examen de similares características y el caballero se quedó callado. Seguramente si pasaba, así fuera “raspando”, no diría nada. Pero también está el detalle de que, en las mismas condiciones, algunos precandidatos alcanzaron la nota máxima (100).
A lo que iba: Ahora que nos enteramos de sus escasos conocimientos jurídicos, es por lo menos escandaloso que hayan sido -o lo sigan siendo- autoridades en sus respectivos tribunales. El origen de la depauperación de nuestra justicia se explica también por esto.
Y si de la preselección ya emerge una lista –un ránking, digamos– de los mejor calificados, ¿para qué someterlos a una votación general? La carrera de la judicatura es esencialmente meritocrática y debería bastar con la calificación de competencias -siempre y cuando primen la transparencia y la idoneidad de los examinadores- para que se acceda a los altos sitiales en la misma.